Tomo I
«Por más que el jinete
trataba de sofrenarlo agarrándose con todas sus fuerzas a la única rienda de cordel
y susurrando palabritas calmantes y mansas, el peludo rocín seguía empeñándose
en bajar la cuesta a un trote cochinero que descuadernaba los intestinos,
cuando no a trancos desigualísimos de loco galope. Y era pendiente de veras
aquel repecho del camino real de Santiago a Orense en términos que los
viandantes, al pasarlo, sacudían la cabeza murmurando que tenía bastante más
declive del no sé cuántos por ciento marcado por la ley, y que sin duda al llevar
la carretera en semejante dirección, ya sabrían los ingenieros lo que se
pescaban, y alguna quinta de personaje político, alguna influencia electoral de
grueso calibre debía andar cerca. Iba el jinete colorado, no como un pimiento,
sino como una fresa, encendimiento propio de personas linfáticas. Por ser joven
y de miembros delicados, y por no tener pelo de barba, pareciera un niño, a no
desmentir la presunción sus trazas sacerdotales. Aunque cubierto de amarillo
polvo que levantaba el trote del jaco, bien se advertía que el traje del mozo
era de paño negro liso, cortado con la flojedad y poca gracia que distingue a
las prendas de ropa de seglar vestidas por clérigos. Los guantes, despellejados
ya por la tosca brida, eran asimismo negros y nuevecitos, igual que el hongo,
que llevaba calado hasta las cejas, por temor a que los zarandeos de la trotada
se lo hiciesen saltar al suelo, que sería el mayor compromiso del mundo. Bajo
el cuello del desairado levitín asomaba un dedo de alzacuello, bordado de
cuentas de abalorio.
Demostraba el jinete
escasa maestría hípica: inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a
dos dedos de salir despedido por las orejas, leíase en su rostro tanto miedo al
cuartago como si fuese algún corcel indómito rebosando fiereza y bríos. Al
acabarse el repecho, volvió el jaco a la sosegada andadura habitual, y pudo el
jinete enderezarse sobre el aparejo redondo, cuya anchura inconmensurable le
había descoyuntado los huesos todos de la región sacro-ilíaca. Respiró, quitóse
el sombrero y recibió en la frente sudorosa el aire frío de la tarde. Caían ya
oblicuamente los rayos del sol en los zarzales y setos, y un peón caminero, en
mangas de camisa, pues tenía su chaqueta colocada sobre un mojón de granito,
daba lánguidos azadonazos en las hierbecillas nacidas al borde de la cuneta.
Tiró el jinete del ramal para detener a su cabalgadura, y ésta, que se había
dejado en la cuesta abajo las ganas de trotar, paró inmediatamente. El peón
alzó la cabeza, y la placa dorada de su sombrero relució un instante.
-Tendrá usted la bondad de decirme si falta mucho para la casa del
señor marqués de Ulloa? - Para
los Pazos de Ulloa? - contestó el peón repitiendo la pregunta. - Eso es. - Los Pazos de Ulloa
están allí, murmuró extendiendo la mano para señalar a un punto en el horizonte.-
Si la bestia anda bien, el camino que queda pronto se pasa... Ahora tiene que
seguir hasta aquel pinar ve? y
luego le cumple torcer a mano izquierda, y luego le cumple bajar a mano derecha
por un atajito, hasta el crucero... En el crucero ya no tiene pérdida, porque
se ven los Pazos, una construcción muy grandísima... - Pero... como cuánto faltará? - preguntó
con inquietud el clérigo. Meneó el peón la tostada cabeza. - Un bocadito, un bocadito... Y sin
más explicaciones, emprendió otra vez su desmayada faena, manejando el azadón
lo mismo que si pesase cuatro arrobas.
Se resignó el viajero a
continuar ignorando las leguas de que se compone un bocadito, y taloneó al
rocín. El pinar no estaba muy distante, y por el centro de su sombría masa
serpeaba una trocha angostísima, en la cual se colaron montura y jinete. El
sendero, sepultado en las oscuras profundidades del pinar, era casi
impracticable; pero el jaco, que no desmentía las aptitudes especiales de la
raza caballar gallega para andar por mal piso, avanzaba con suma precaución, cabizbajo,
tanteando con el casco, para sortear cautelosamente las zanjas producidas por
la llanta de los carros, los pedruscos, los troncos de pino cortados y
atravesados donde hacían menos falta. Adelantaban poco a poco, y ya salían de
las estrecheces a senda más desahogada, abierta entre pinos nuevos y montes
poblados de aliaga, sin haber tropezado con una sola heredad labradía, un
plantío de coles que revelase la vida humana. De pronto los cascos del caballo cesaron
de resonar y se hundieron en blanda alfombra: era una camada de estiércol
vegetal, tendida, según costumbre del país, ante la casucha de un labrador. A
la puerta una mujer daba de mamar a una criatura. El jinete se detuvo. - Señora, sabe si voy bien para la casa del
marqués de Ulloa? - Va bien,
va... Y... falta mucho?
Enarcamiento de cejas, mirada entre apática y curiosa, respuesta ambigua en
dialecto: - La carrerita de un can...
Estamos frescos!, pensó el viajero, que si no acertaba a calcular lo que
anda un can en una carrera, barruntaba que debe ser bastante para un caballo.
En fin, en llegando al crucero vería los Pazos de Ulloa... Todo se le volvía
buscar el atajo, a la derecha... Ni señales. La vereda, ensanchándose, se
internaba por tierra montañosa, salpicada de manchones de robledal y algún que
otro castaño todavía cargado de fruta: a derecha e izquierda, matorrales de
brezo crecían desparramados y oscuros. Experimentaba el jinete indefinible
malestar, disculpable en quien, nacido y criado en un pueblo tranquilo y
soñoliento, se halla por vez primera frente a frente com la ruda y majestuosa
soledad de la naturaleza, y recuerda historias de viajeros robados, de gentes asesinadas
en sitios desiertos.
-Qué país de lobos! - dijo para sí, tétricamente
impresionado. Alegrósele el alma con la vista del atajo, que a su derecha se
columbraba, estrecho y pendiente, entre un doble vallado de piedra, límite de
dos montes. Bajaba fiándose en la maña del jaco para evitar tropezones, cuando
divisó casi al alcance de su mano algo que le hizo estremecerse: una cruz de
madera, pintada de negro con filetes blancos, medio caída ya sobre el murallón
que la sustentaba. El clérigo sabía que estas cruces señalan el lugar donde un
hombre pereció de muerte violenta; y, persignándose, rezó un padrenuestro,
mientras el caballo, sin duda por olfatear el rastro de algún zorro, temblaba
levemente empinando las orejas, y adoptaba un trotecillo medroso que en breve
le condujo a una encrucijada. Entre el marco que le formaban las ramas de un
castaño colosal, erguíase el crucero.
Tosco, de piedra común, tan mal labrado que a primera vista parecía
monumento románico, por más que en realidad sólo contaba un siglo de fecha,
siendo obra de algún cantero con pujos de escultor, el crucero, en tal sitio y
a tal hora, y bajo el dosel natural del magnífico árbol, era poético y hermoso.
El jinete, tranquilizado y lleno de devoción, pronunció descubriéndose: Adorámoste, Cristo, y bendecímoste, pues
por tu Santísima Cruz redimiste al mundo, y de paso que rezaba, su
mirada buscaba a lo lejos los Pazos de Ulloa, que debían ser aquel gran edificio
cuadrilongo, con torres, allá en el fondo del valle. Poco duró la
contemplación, y a punto estuvo el clérigo de besar la tierra, merced a la
huida que pegó el rocín, con las orejas enhiestas, loco de terror. El caso no
era para menos: a cortísima distancia habían retumbado dos tiros. Quedóse el
jinete frío de espanto, agarrado al arzón, sin atreverse ni a registrar la
maleza para averiguar dónde estarían ocultos los agresores; mas su angustia fue
corta, porque ya del ribazo situado a espaldas del crucero descendía un grupo
de tres hombres, antecedido por otros tantos canes perdigueros, cuya presencia
bastaba para demostrar que las escopetas de sus amos no amenazaban sino a las
alimañas monteses». In Emilia Pardo Bazán, Los Pazos de Ulloa, The Project Gutenberg eBook,
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