Barquillos. Padre y madre
«(…) Tres años antes, la imposibilitada estaba sana y robusta y ganaba
su vida en la Fábrica de Tabacos. Una noche de invierno fue a jabonar ropa
blanca al lavadero público, sudó, volvió desabrigada y despertó tullida de las caderas.
- Un aire, señor,decía ella al médico. Quedose reducida la familia a lo que
trabajase el señor Rosendo: el real diario que del fondo de Hermanda de la Fábrica recibía la enferma no llegaba a
medio diente. Y la chiquilla crecía, y comía pan y rompía zapatos, y no había
quien la sujetase a coser ni a otro género de tareas. Mientras su padre no se
marchaba, el miedo a un pasagonzalo sacudido con el cargador la tenía quieta
ensartando y colocando barquillos; pero apenas el viejo se terciaba la correa
del tubo, sentía Amparo en las piernas un hormigueo, un bullir de la sangre,
una impaciencia como si le naciesen alas a miles en los talones. La calle era
su paraíso. El gentío la enamoraba, los codazos y enviones la halagaban cual si
fuesen caricias, la música militar penetraba en todo su ser produciéndole
escalofríos de entusiasmo. Pasábase horas y horas correteando sin objeto al
través de la ciudad, y volvía a casa con los pies descalzos y manchados de
lodo, la saya en jirones, hecha una sopa, mocosa, despeinada, perdida, y
rebosando dicha y salud por los poros de su cuerpo. A fuerza de filípicas maternales
corría una escoba por el piso, sazonaba el caldo, traía una herrada de agua; en
seguida, con rapidez de ave, se evadía de la jaula y tornaba a su libre
vagancia por calles y callejones.
De
tales instintos erráticos tendría no poca culpa la vida que forzosamente hizo la
chiquilla mientras su madre asistió a la Fábrica. Sola en casa con su padre,
apenas este salía, ella le imitaba por no quedarse metida entre cuatro paredes:
vaya, y que no eran tan alegres para que nadie se embelesase mirándolas. La
cocina, oscura y angosta, parecía una espelunca, y encima del fogón relucían
siniestramente las últimas brasas de la moribunda hoguera. En el patín, si es
verdad que se veía claro, no consolaba mucho los ojos el aspecto de un montón
de cal y residuos de albañilería, mezclados con cascos de loza, tarteras rotas,
un molinillo inservible, dos o três guiñapos viejos y un innoble zapato que se
reía a carcajadas. Casi más lastimoso era el espectáculo de la alcoba
matrimonial: la cama en desorden, porque la salida precipitada a la Fábrica no
permitía hacerla; los cobertores color de hospital, que no bastaba a encubrir
una colcha rabicorta; la vela de sebo, goteando tristemente a lo largo de la
palmatoria de latón veteada de cardenillo; la palangana puesta en una silla y henchida
de agua jabonosa y grasienta; en resumen, la historia de la pobreza y de la
incuria narrada en prosa por una multitud de objetos feos, y que la chiquilla
comprendía intuitivamente; pues hay quien sin haber nacido entre sedas y
holandas, presume y adivina todas aquellas comodidades y deleites que jamas
gozó. Así es que Amparo huía, huía de sus lares camino de la Fábrica, llevando
a su madre, en una fiambrera, el bazuqueante caldo; pero, soltando a lo mejor
la carga, poníase a jugar al corro, a San Severín, a la viudita,
a cualquier cosa, con las damiselas de su edad y pelaje.
Cuando
la madre se vio encamada quiso imponer a la hija el trabajo sedentario: era
tarde. La planta rústica no se sujetaba ya al espaller. Amparo había ido a la
escuela en sus primeros años, años de relativa prosperidade para la familia,
sucediéndole lo que a la mayor parte de las niñas pobres, que al poco tiempo se
cansan sus padres de enviarlas y ellas de asistir, y se quedan sin más
habilidad que la lectura, cuando son listas, y unos rudimentos de escritura. De
aguja apenas sabía Amparo nada. La madre se resignó con la esperanza de
colocarla en la Fábrica. Que trabaje, decía, como yo trabajé. Y al murmurar esta
sentencia suspiraba, recordando treinta años de incesante afán. Ahora su carne
y sus molidos huesos se tendían gustosamente en la cama, donde reposaba tumbada
panza arriba ínterin sudaban otros para mantenerla. Que sudasen! Dominada por
el terrible egoísmo que suele atacar a los viejos cuya mocedad fue laboriosa,
la impedida hizo del potro de dolor quinta de recreo. Lo que es allí ya podían
venir penas; lo que es allí a buen seguro que la molestase el calor ni el frío.
Que era preciso lavar la ropa?
Bueno, ella no tenía que levantarse a jabonarla, le había costado bien caro una
vez. Que estaba sucio el piso?
Ya lo barrerían, y si no, por ella, aunque en todo el año no se barriese.... De qué le había servido tanto romper el
cuerpo cuando era joven? De verse ahora tullida. Ay, no se sabe lo que es la salud hasta después de que se pierde!,
exclamaba sentenciosamente, sobre todo los días en que el dolor artrítico le
atarazaba las junturas. Otras veces, jactanciosa como todo inválido, decía a su
hija: Sácateme de delante, que irrita
el verte; de tu edad era yo una loba que daba en un cuarto de hora vuelta a una
casa». In Emilia Pardo Barzán, La Tribuna, Alfredo
de Carlos, Madrid 1883, The Project Gutenberg eBook, 2006, ISSO 8859-1.
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