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Sin confesárselo, sentía a veces desmayos de la voluntad y de la fe en sí mismo
que le daban escalofríos; pensaba en tales momentos que acaso él no sería jamás
nada de aquello a que había aspirado, que tal vez el límite de su carrera sería
el estado actual o un mal obispado en la vejez, todo un sarcasmo. Cuando estas
ideas le sobrecogían, para vencerlas y olvidarlas se entregaba con furor al
goce de lo presente, del poderío que tenía en la mano; devoraba su presa, la
Vetusta levítica, como el león enjaulado los pedazos ruines de carne que el
domador le arroja. Concentrada su ambición entonces en punto concreto y
tangible, era mucho más intensa; la energía de su voluntad no encontraba
obstáculo capaz de resistir en toda la diócesis. Él era el amo del amo. Tenía
al Obispo en una garra, prisionero voluntario que ni se daba cuenta de sus prisiones.
En tales días el Provisor era un huracán eclesiástico, un castigo bíblico, un
azote de Dios sancionado por su ilustrísima. Estas crisis del ánimo solían
provocarlas noticias del personal: el nombramiento de un Obispo joven, por
ejemplo. Echaba sus cuentas: él estaba muy atrasado, no podría llegar a ciertas
grandezas de la jerarquía. Esto pensaba, en tanto que el beneficiado don
Custodio le aborrecía principalmente porque era Magistral desde los treinta.
Don
Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban, pero que
acabaría de devorar él solo. Qué! También aquel mezquino imperio habían de
arrancarle? No, era suyo. Lo había ganado en buena lid. Para qué eran necios?
También al Magistral se le subía la altura a la cabeza; también él veía a los
vetustenses como escarabajos; sus viviendas viejas y negruzcas, aplastadas, las
creían los vanidosos ciudadanos palacios y eran madrigueras, cuevas, montones
de tierra, labor de topo… Qué habían hecho los dueños de aquellos palacios
viejos y arruinados de la Encimada que él tenía allí a sus pies? Qué habían
hecho? Heredar. Y él? Qué había hecho él? Conquistar. Cuando era su ambición de
joven la que chisporroteaba en su alma, don Fermín encontraba estrecho el
recinto de Vetusta; él que había predicado en Roma, que había olfateado y
gustado el incienso de la alabanza en muy altas regiones por breve tiempo, se
creía postergado en la catedral vetustense. Pero otras veces, las más, era el
recuerdo de sus sueños de niño, precoz para ambicionar, el que le asaltaba, y
entonces veía en aquella ciudad que se humillaba a sus plantas en derredor el
colmo de sus deseos más locos. Era una especie de placer material, pensaba De
Pas, el que sentía comparando sus ilusiones de la infancia con la realidad
presente. Si de joven había soñado cosas mucho más altas, su dominio presente
parecía la tierra prometida a las cavilaciones de la niñez, llena de tardes
solitarias y melancólicas en las praderas de los puertos. El Magistral empezaba
a despreciar un poco los años de su próxima juventud, le parecían a veces algo
ridículos sus ensueños y la conciencia no se complacía en repasar todos los
actos de aquella época de pasiones reconcentradas, poco y mal satisfechas.
Prefería las más veces recrear el espíritu contemplando lo pasado en lo más remoto
del recuerdo; su niñez le enternecía, su juventud le disgustaba como el
recuerdo de una mujer que fue muy querida, que nos hizo cometer mil locuras y
que hoy nos parece digna de olvido y desprecio. Aquello que él llamaba placer
material y tenía mucho de pueril, era el consuelo de su alma en los frecuentes
decaimientos del ánimo. El Magistral había sido pastor en los puertos de Tarsa y
era él, el mismo que ahora mandaba a su manera en Vetusta! En este salto de la
imaginación estaba la esencia de aquel placer intenso, infantil y material que
gozaba De Pas como un pecado de lascívia». In Leopoldo Alas (Clarín), A
Corregedora,1884-1885, tradução de Joana Varela, Contexto, 1988, La Regenta,
prólogo de Benito Pérez Galdós, Madrid, 1901, epub.
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