Caminho
de Suez
«En
el Sinaí?! Dos personas solas en el monte Sinaí?! Anda ya! Es imposible que
vuelvan, vaticinaba uno de los padres dominicos, apoyado en el umbral de la
puerta del monasterio. Sí, hombre, claro que volverán. Los padres Ubach y
Vanderyorst son muy espabilados y sabrán superar cualquier dificultad, hombre
de poca fe!, opinó otro monje, mientras los dos religiosos se despedían del
resto de miembros de la comunidad que los había acogido en Jerusalén. No todo
el mundo, ni en Montserrat ni en Jerusalén, veía claro ni fácil que una empresa
de esas características pudiese llegar a buen puerto. El proyecto del padre
Ubach era ambicioso y peligroso, y había despertado mucha expectación en unos y
muchas críticas y reticencias en otros. Un sol apagado, perezoso, todavía
dormido, se iba alzando muy poco a poco por encima del horizonte. Sus tibios
rayos empezaban a impactar en el lomo de un pequeño asno blanco que a buen
ritmo tiraba de un carro repleto de cajas, fardos, baúles y orros cachivaches.
Sólo unos metros por detrás del animal, un monje benedictino y un misionero
caminaban hacia la estación central del ferrocarril para subir al tren que
debía llevarlos a Suez.
Cuando
llegaron a la estación y mientras cargaban su equipaje en el rren, los dos
religiosos subieron a su vagón de tercera clase. La sencillez y la naturalidade
del compartimento estaban íntimamente relacionadas com quienes ocupaban aquel
vagón. Era un espacio único y algo claustrofóbico. Los asientos eran filas
alineadas de bancos de madera distribuidos con más o menos acierto por aquel
vagón que compartían con los representantes más auténticos del país: musulmanes, coptos, griegos... Todas las
razas y religiones viajaban mezcladas, ajenas a todo lo que las separaba.
Unidos sin darse cuenta, más allá de exigencias y preceptos, que el vaivén del
tren se encargaba de hacer desaparecer. El padre Ubach estaba fascinado con el
mosaico que se presentaba anre sus ojos. Justo delante tenía dos filas de caras
de color de aceite, estrechas y alargadas, sobre cuellos muy altos que
denotaban su origen copto. Descendientes directos de los antiguos egipcios, las
fisonomías de los coptos eran idénticas a las facciones, que había contemplado miles
de veces, de los individuos que aparecían en la pinturas de los antiguos
sepulcros o de las paredes de los templos. Miró más allá y cruzó una mirada con
un jeque que se cubría la cabeza con un pañuelo grande y blanco.
Ubach,
consciente de que aquel hombre ostentaba un título de gran distinción entre los
musulmanes, sólo reservado a los descendientes del gran Profeta, le dedico una
leve reverencia con la cabeza que el jeque aceptó, y que le agradeció
entrecerrando los ojos. Los lloros de un niño que se acercaba en brazos de su
madre le hicieron desviar la mirada. Se paseaba arriba y abajo por el pasillo
del vagón meciendo al niño para calmar su lloro. Iba de un lado a otro
indiferente, mientras hacía tintinear los brazaletes de vidrio y metal que
llevaba en los brazos y en los pies descalzos. Era una mujer alta y corpulenta.
Ubach y Vandervorst no podían ver prácticamente nada más, el resto debían
intuirlo. Iba tapada de arriba abajo con un velo de seda negra. El burka era
una prenda que le cubría la boca, el cuello y el pecho. Ubach se fijó en aquel
pedazo de tela que se mantenía un poco por encima del labio superior gracias a
un cordón que subía hacia la frente y que seguía hasta detrás de la cabeza,
disimulado por delante con un canutillo dorado de caña que le tapaba toda la
nariz y parte de la frente. Como sólo se le veían los ojos, unos oios enormes y
muy expresivos, Ubach quedó cautivado por la mirada perfilada con kohl negro, un cosmético que se
fabricaba con polvo de antimonio. De hecho, por miedo a ofenderla, Ubach no le
aguantó la mirada más de cinco segundos. No le costó mucho. Le llamaron la
atención dos hombres que se les sentaron a su lado. Iban vestidos con una
túnica azul larga y con la cabeza cubierta com una especie de casquete de
algodón blanco.
De
complexión robusta y huesos grandes, tenían una boca ancha y las pestañas
negras y pobladas, ojos almendrados hundidos en unas caras morenas, que el sol
había curtido mientras trabajaban la tierra que el padre Ubach suspiraba por
pisar. Todo el mundo se movía, hablaba, gritaba sin preocuparse de su vecino.
Un padre se puso a repartir trocitos de pan y queso de cabra entre los niños de
la familia, que llevaban ya un buen rato pataleando y lloriqueando porque el tren
todavía no había arrancado. No muy lejos, un árabe sorbía ruidosamente de su ibrik, un pequeño botijo de cobre que
podía contener cualquier líquido. A su lado, otro hombre acababa de escupir la punta
de un pepino que había empezado y que mordía mientras sujetaba fuertemente el
vaso del té con la mano». In Martí Gironell, O Arqueólogo, 2011,
tradução de Julia Alquézar, Editora Suma, Madrid, 2011, ISBN 978-848-365-228-2.
Cortesia
ESuma/JDACT