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«Surcamos el río negro, sus bancos lisos
como piedras. Ni un barco, ni un bote, ni una mota de blanco. El viento ha
roto, agrietado la superficie del agua. Es ancho, interminable este gran
estuario. El río es salobre, lívido de frío. Discurre borroso por debajo de
nosotros. Las aves marinas que lo sobrevuelan giran y desaparecen. Surcamos
velozmente el ancho río, un sueño del pasado. Rebasadas sus aguas profundas, el
fondo empalidece la superficie, traspasamos los bajíos, las embarcaciones varadas
en la playa para pasar el Invierno, los embarcaderos desolados. Y, alados como
gaviotas, nos elevamos, viramos, miramos atrás. El día es blanco como papel.
Las ventanas están congeladas. Las canteras están vacías, la mina de plata
inundada. El Hudson es aquí vasto, vasto e inmóvil. Una región oscura, un
paraje de esturiones y de carpas. En otoño plateaba de sábalos. Los gansos
dibujaban en el cielo su larga y cambiante V. La marea sube desde el mar. Dicen
que los indios buscaban un río que discurriera en los dos sentidos. Lo
encontraron aquí. La cuña de sal penetra no menos de cincuenta millas; a veces
llega hasta Poughkeepsie. Aquí había lechos enormes de ostras, focas en el
puerto, caza inagotable en los bosques. Este gran tajo glacial, con sus bahías
nupciales, las calas de apio silvestre y arroz, el río majestuoso. Los pájaros,
como signos de puntuación, cruzan en vuelo uniforme. Parece que se aproximan
despacio, luego aceleran y pasan por encima como flechas. El cielo es incoloro.
Atisbo de lluvia. Todo esto era holandés. Después fue inglés, como tantas otras
cosas. El río es un reflejo. Contiene sólo silencio, un frío relumbrante. Los
árboles están pelados. Las anguilas duermen. El cauce es tan hondo que podrían
surcarlo trasatlánticos; si quisieran, dejarían pasmadas a las ciudades de
tierra adentro. En las marismas hay tortugas y cangrejos, garzas, gaviotas
Bonaparte. Las cloacas de las ciudades vierten más arriba. El río es sucio,
pero se lava a sí mismo. Los peces, aletargados, fluyen con la marea. A lo largo de las riberas hay casas de
piedra, que ya no están de moda, y casas de madera, oreadas y escuetas. Todavía
existen fincas, pervivencias de las grandes parcelas del pasado. Cerca del
agua, una espaciosa mansión victoriana, de ladrillo pintado de blanco,
sobrevolada por altas copas de árboles, un jardín tapiado, un invernadero
derruido con herrajes en el techo. Una casa junto al río, demasiado baja para
el sol de la tarde. La inundaba, en cambio, la luz de la mañana, la luz del
este. El mediodía era glorioso. La pintura se ha oscurecido en ciertos puntos
desnudos. Los senderos de grava se deshacen; en los cobertizos anidan pájaros. Paseábamos
por el jardín, comiendo las manzanas pequeñas y ácidas. Los árboles eran secos
y nudosos. Estaban encendidas las luces de la cocina. Un coche que regresa de
la ciudad sube el sendero de entrada. El conductor entra en la casa un momento,
hasta que oye la noticia: la poni se ha escapado. Se enfurece. Dónde está? Quién
ha dejado el pestillo descorrido? Oh, Dios, Viri. No lo sé. En una habitación con muchas plantas, una
especie de solario, hay un lagarto, una serpiente parda, una tortuga dormida.
El peldaño de la entrada es alto, y la tortuga no puede escaparse. Duerme en la
grava, con las patas muy juntas. Sus pezuñas son de color marfil, curvadas y
largas. La serpiente duerme, y también el lagarto. Viri, con el cuello de su
chaqueta alzado, sube la cuesta trabajosamente. Ursula!,llama. Silba. Ha oscurecido.
La hierba está seca; cruje al hollarla. Ha sido un día sin sol. Avanza hacia
los rincones alejados, la carretera, los campos contiguos, gritando el nombre
de la poni. Quietud en todas partes. Empieza a llover. Ve al perro tuerto que
pertenece a un vecino, una especie de husky de hocico gris. Tiene el ojo
cerrado por completo, cegado; hace tanto tiempo que lo perdió que se le ha
recubierto de pelaje, como si nunca hubiera existido. Ursula!, grita. Está aqui,
dice su esposa cuando él vuelve. La poni está cerca de la puerta de la cocina,
sosegada, oscura, comiendo una manzana. Él le toca los belfos. El animal le
muerde distraídamente en la muñeca. Tiene los ojos negros, lustrosos, y las pestañas
largas y erráticas de una mujer borracha. Su pelaje es espeso y su aliento muy
dulce. Ursula, dice. La poni gira ligeramente las orejas y luego se olvida. Dónde
has estado? Quién te ha abierto la cuadra? Ursula no le presta atención. Has
aprendido a abrir sola?» In James Salter, Light Years, 1975, Años Luz,
tradução de Jaime Zulaika, colecção Narrativa, Editorial Salamandra, 2013, ISBN
978-849-838-563-2.
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