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Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las
alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los
campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había
subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se
daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por
completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su
visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una
excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta,
abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los
más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín,
al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga
sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a
los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver
muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los
pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver
pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole
el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos
placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía.
Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no
podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la
torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la
tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un
descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa
atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario,
había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse,
leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí,
señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio
estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues
tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San
Pelayo. Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que
estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar
las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo quiá! en cuanto se
veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba
así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que
no había peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente
sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la
imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa,
como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los
cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y
nubes; sus miradas no salían de la ciudad.
Vetusta
era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo,
filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La
conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo,
había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas.
Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no
como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca
los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
Y
bastante resignación era contentarse, por ahora, con Vetusta. De Pas había
soñado con más altos destinos, y aún no renunciaba a ellos. Como recuerdos de
un poema heroico leído en la juventud con entusiasmo, guardaba en la memoria
brillantes cuadros que la ambición había pintado en su fantasía; en ellos se
contemplaba oficiando de pontifical en Toledo y asistiendo en Roma a un
cónclave de cardenales. Ni la tiara le pareciera demasiado ancha; todo estaba
en el camino; lo importante era seguir andando. Pero estos sueños según pasaba
el tiempo se iban haciendo más y más vaporosos, como si se alejaran. Así son
las perspectivas de la esperanza, pensaba el Magistral; cuanto más nos
acercamos al término de nuestra ambición, más distante parece el objeto
deseado, porque no está en lo porvenir, sino en lo pasado; lo que vemos delante
es un espejo que refleja el cuadro soñador que se queda atrás, en el lejano día
del sueño…. No renunciaba a subir, a llegar cuanto más arriba pudiese, pero
cada día pensaba menos en estas vaguedades de la ambición a largo plazo,
propias de la juventud. Había llegado a los treinta y cinco años y la codicia
del poder era más fuerte y menos idealista; se contentaba con menos pero lo
quería con más fuerza, lo necesitaba más cerca; era el hambre que no espera, la
sed en el desierto que abrasa y se satisface en el charco impuro sin aguardar a
descubrir la fuente que está lejos en lugar desconocido». In Leopoldo Alas (Clarín), A
Corregedora,1884-1885, tradução de Joana Varela, Contexto, 1988, La Regenta,
prólogo de Benito Pérez Galdós, Madrid, 1901, epub.
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