quarta-feira, 2 de março de 2022

A Brisa do Oriente. Paloma Sanchez-Garnica. «No temáis, dije, manteniendo mis manos extendidas hacia aquellos cuerpos sin saber si entendían mis palabras. No os haré ningún daño. Intenté que mi voz fuera lo más suave posible para evitar asustarles»

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Constantinopla. Abril do ano de 1204

«(…) Atravesamos las calles esquivando cadáveres, heridos que clamaban la muerte, huestes a caballo que pasaban a nuestro lado, hombres portando mujeres que gritaban y se retorcían en un intento desesperado de zafarse de sus captores, sabedoras de lo que el fatal destino les deparaba. Al torcer una esquina se presentó ante nuestros ojos una gran casa que, por su fachada señorial, debía de pertenecer a una familia importante de la ciudad. En una de las ventanas del primer piso pude ver los ojos assustados de una mujer que intentó esconderse de mi mirada. Tan sólo fueron unos instantes, pero percibí tanto horror en aquel rostro que frené mis pasos. El abad se dio cuenta de que me quedaba atrás y, sin apenas detenerse, me dijo que marchase más rápido. Padre, tengo que evacuar. Id caminando que ahora os alcanzo. El abad se detuvo y se volvió hacia mí. Ahora?, preguntó contrariado. Afirmé con la cabeza, mostrando con un ligero movimiento la inquietude de la prisa. No tardaré nada, os alcanzaré de inmediato. Está bien, dijo, después de torcer el gesto, pero no tardes; esta ciudad no es segura ni siquiera para un hombre de la Iglesia. Bernardo me miró con un gesto de interrogación. Yo no me inmuté. Me mantuve inmóvil hasta que ambos desaparecieron por el final de la calle. Entonces dirigí mi mirada hacia la entrada de aquella gran casa que, como todas, había sido forzada. El patio parecía vacío. Con cautela y con el temor de que en cualquier momento pudieran aparecer un grupo de latinos y la emprendiesen a palos conmigo, subí por la escalera hacia el piso superior. La sensación de inseguridad se había agudizado en mi interior en el instante mismo en el que me había quedado solo. La presencia del abad garantizaba cierta inmunidad ante el pillaje y la barbarie, pero en aquel momento, en medio de aquella locura, sentí la angustiosa sensación de ser una presa fácil para cualquiera que pasara.

La puerta estaba cerrada. Intenté abrir y el pomo cedió al empuje de mi mano. El corazón se me aceleró al escuchar en la calle el galope de vários caballos. Sin apenas pensarlo, me metí dentro y cerré la puerta despacio para evitar hacer cualquier ruido que pudiera llamar la atención de alguien. El interior estaba sumido en la oscuridad y en un principio mis ojos no pudieron ver nada, acostumbrados al resplandor del sol. Lo primero que percibí fue un agradable aroma, una mezcla de especias y perfumes que contrastaba con el olor a muerto y carne quemada que había en las calles. Cuando la vista se empezó a acomodar a la penumbra distinguí un gran salón, con una mesa en su centro rodeada de hermosas sillas de altos respaldos y varios arcones dispuestos a lo largo de las paredes, abiertos y vacíos de cualquier cosa que antes hubieran contenido. El silencio hueco de aquel lugar contrastaba con el estrépito que se escuchaba al otro lado de las ventanas cerradas con los fraileros de madera por los que apenas se colaba algo de luz. Di varios pasos hacia la mesa conteniendo la respiración. De pronto escuché el llanto quejumbroso de un niño y mis ojos se fijaron en un par de bultos que había en el rincón más oscuro de la habitación. Eran dos figuras encogidas sobre sí mismas que irradiaban desde su escondite un miedo evidente. Me acerqué despacio y pude observar cómo las figuras se movían inquietas, conscientes de que las había descubierto. El niño gemía incómodo y se resistía a los arrullos que intentaban hacerle callar. Al ver cómo me acercaba los dos bultos se acurrucaron aún más en un vano intento de alejarse de mi presencia.

No temáis, dije, manteniendo mis manos extendidas hacia aquellos cuerpos sin saber si entendían mis palabras. No os haré ningún daño. Intenté que mi voz fuera lo más suave posible para evitar asustarles. Me fui acercando despacio hacia aquel rincón. Cuando me encontraba a unos pasos de aquellas sombras me di cuenta de que se trataba de dos mujeres; la más joven, de piel morena y pelo negro como el tizón, sujetaba en su regazo a un bebé que se movía inquieto entre sus brazos. Reconocí los ojos de la otra mujer que había visto en la ventana. Mantenía esa mirada aterrada y recelosa. Entendéis mi lengua? Comprendéis lo que os digo? Un espeso silencio se instaló en el ambiente. Las mujeres, inmóviles, me miraban asustadas a la espera de un ataque, apretadas entre ellas, concediéndose una última oportunidad de mutua protección. La que había visto en la ventana extendía su brazo sobre el regazo de su compañera en el que sujetaba al pequeño. Mis manos se mantenían tendidas hacia ellas, y mis movimientos eran lentos y cautelosos para evitar asustarlas más de lo que estaban». In Paloma Shanchez-Garnica, A Brisa do Oriente, 2009, tradução de Luís Coutinho, Saída de Emergência, 2012, ISBN 978-989-637-411-2, epublibre, La brisa de Oriente, 2009, editor digital x313n1o, ePub base r1.2, Proyec Scriptorium Ex-Libris.

Cortesia SEmergência/JDACT

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