Constantinopla. Abril do ano de 1204
«(…) Atravesamos las calles
esquivando cadáveres, heridos que clamaban la muerte, huestes a caballo que
pasaban a nuestro lado, hombres portando mujeres que gritaban y se retorcían en
un intento desesperado de zafarse de sus captores, sabedoras de lo que el fatal
destino les deparaba. Al torcer una esquina se presentó ante nuestros ojos una
gran casa que, por su fachada señorial, debía de pertenecer a una familia
importante de la ciudad. En una de las ventanas del primer piso pude ver los
ojos assustados de una mujer que intentó esconderse de mi mirada. Tan sólo
fueron unos instantes, pero percibí tanto horror en aquel rostro que frené mis
pasos. El abad se dio cuenta de que me quedaba atrás y, sin apenas detenerse, me
dijo que marchase más rápido. Padre, tengo que evacuar. Id caminando que ahora
os alcanzo. El abad se detuvo y se volvió hacia mí. Ahora?, preguntó
contrariado. Afirmé con la cabeza, mostrando con un ligero movimiento la inquietude
de la prisa. No tardaré nada, os alcanzaré de inmediato. Está bien, dijo, después
de torcer el gesto, pero no tardes; esta ciudad no es segura ni siquiera para
un hombre de la Iglesia. Bernardo me miró con un gesto de interrogación. Yo no
me inmuté. Me mantuve inmóvil hasta que ambos desaparecieron por el final de la
calle. Entonces dirigí mi mirada hacia la entrada de aquella gran casa que, como
todas, había sido forzada. El patio parecía vacío. Con cautela y con el temor
de que en cualquier momento pudieran aparecer un grupo de latinos y la
emprendiesen a palos conmigo, subí por la escalera hacia el piso superior. La
sensación de inseguridad se había agudizado en mi interior en el instante mismo
en el que me había quedado solo. La presencia del abad garantizaba cierta
inmunidad ante el pillaje y la barbarie, pero en aquel momento, en medio de
aquella locura, sentí la angustiosa sensación de ser una presa fácil para
cualquiera que pasara.
La puerta estaba cerrada. Intenté
abrir y el pomo cedió al empuje de mi mano. El corazón se me aceleró al
escuchar en la calle el galope de vários caballos. Sin apenas pensarlo, me metí
dentro y cerré la puerta despacio para evitar hacer cualquier ruido que pudiera
llamar la atención de alguien. El interior estaba sumido en la oscuridad y en
un principio mis ojos no pudieron ver nada, acostumbrados al resplandor del
sol. Lo primero que percibí fue un agradable aroma, una mezcla de especias y
perfumes que contrastaba con el olor a muerto y carne quemada que había en las
calles. Cuando la vista se empezó a acomodar a la penumbra distinguí un gran salón,
con una mesa en su centro rodeada de hermosas sillas de altos respaldos y
varios arcones dispuestos a lo largo de las paredes, abiertos y vacíos de
cualquier cosa que antes hubieran contenido. El silencio hueco de aquel lugar
contrastaba con el estrépito que se escuchaba al otro lado de las ventanas
cerradas con los fraileros de madera por los que apenas se colaba algo de luz.
Di varios pasos hacia la mesa conteniendo la respiración. De pronto escuché el
llanto quejumbroso de un niño y mis ojos se fijaron en un par de bultos que había
en el rincón más oscuro de la habitación. Eran dos figuras encogidas sobre sí
mismas que irradiaban desde su escondite un miedo evidente. Me acerqué despacio
y pude observar cómo las figuras se movían inquietas, conscientes de que las
había descubierto. El niño gemía incómodo y se resistía a los arrullos que
intentaban hacerle callar. Al ver cómo me acercaba los dos bultos se
acurrucaron aún más en un vano intento de alejarse de mi presencia.
No
temáis, dije, manteniendo mis manos extendidas hacia aquellos cuerpos sin saber
si entendían mis palabras. No os haré ningún daño. Intenté que mi voz fuera lo
más suave posible para evitar asustarles. Me fui acercando despacio hacia aquel
rincón. Cuando me encontraba a unos pasos de aquellas sombras me di cuenta de
que se trataba de dos mujeres; la más joven, de piel morena y pelo negro como
el tizón, sujetaba en su regazo a un bebé que se movía inquieto entre sus
brazos. Reconocí los ojos de la otra mujer que había visto en la ventana. Mantenía
esa mirada aterrada y recelosa. Entendéis mi lengua? Comprendéis lo que os
digo? Un espeso silencio se instaló en el ambiente. Las mujeres, inmóviles, me
miraban asustadas a la espera de un ataque, apretadas entre ellas, concediéndose
una última oportunidad de mutua protección. La que había visto en la ventana
extendía su brazo sobre el regazo de su compañera en el que sujetaba al pequeño.
Mis manos se mantenían tendidas hacia ellas, y mis movimientos eran lentos y
cautelosos para evitar asustarlas más de lo que estaban». In Paloma Shanchez-Garnica, A
Brisa do Oriente, 2009, tradução de Luís Coutinho, Saída de Emergência, 2012,
ISBN 978-989-637-411-2, epublibre, La brisa de Oriente, 2009,
editor digital x313n1o, ePub base r1.2, Proyec Scriptorium Ex-Libris.
Cortesia SEmergência/JDACT
JDACT, Paloma Shanchez-Garnica, Literatura, Escrita, Saber,