Prólogo
«(…) Era yo aún mozo de poco más
de quince años cuando, estando en este quehacer, Dios me hizo la gran merced de
que conociera de cerca en presencia y carne mortal, y le sirviera la copa, nada
menos que al César Carlos, mientras descansaba nuestro señor en la residencia
de mis amos que está en Jarandilla, a la espera de que concluyeran las obras
del austero palacio que se había mandado construir en Yuste para retirarse a
bien morir haciendo penitencia. Cuando me llegó la edad oportuna, partí hacia Cáceres
para ponerme bajo al mando del tercio que armaba don Álvaro de Sande y dar
comienzo en él a mi andadura militar. Ahora me parece que proveyó el Señor que
yo hallase al mejor general y la más honrosa bandera para servir a las armas,
primero en Málaga, en el que llaman el Tercio Viejo, y luego en Milán,
siguiendo la andadura de mi señor padre, en aquellos cuarteles de invierno
donde se hacía la instrucción. A finales del año de 1558 se supo en Asti que
había muerto en Yuste el Emperador nuestro señor y que reinaba ya su augusto
hijo don Felipe II como rey de todas las Españas. Era como si se cerrara un
mundo viejo y se abriera otro nuevo. De manera que, en la primavera del año
siguiente, se firmó en Cateau-Cambrèsis la paz con los franceses. El respiro
que supuso esta tregua para los ejércitos de Flandes y Lombardía le valió a la
causa cristiana la ocasión de correr a liberar Trípoli de Berbería que había caído
en poder de los moros en África auxiliados por el turco. Para esta empresa se ofreció
el maestre de campo don Álvaro de Sande, que partió inmediatamente de Milán con
los soldados que tenía a su cargo. Se inició el aparato de guerra con muchas
prisas y partió la armada española de Génova bajo el mando del duque de Sessa.
Nos detuvimos en Nápoles durante un tiempo suficiente para que se nos sumaran
las siete galeras del mar de Sancho de Leiva y dos de Stefano di Mare, más dos
mil soldados veteranos del Tercio Viejo. El día primero de septiembre llegamos
a Messina, donde acudieron las escuadras venecianas del príncipe Doria, y las
de Sicilia bajo el estandarte de don Berenguer de Requesens, más las del Papa,
las del duque de Florencia y las del marqués de Terranova.
Tal cantidad de navíos y hombres
prácticos en las artes de la guerra no bastaron para socorrer a los cristianos
que defendían la isla que llaman de los Gelves de tan ingente morisma como
atacaba por todas partes desde África, así como de la gran armada turca que
desde el mar vino en ayuda de los reyezuelos mahométicos, de manera que
sobrevino el desastre.
Corría el año infausto de 1560,
bien lo recuerdo pues yo tenía cumplidos diecinueve años. Ah, qué mocedad para
tanta tristura! Habiendo llegado a ser tambor mayor del tercio de Milán a tan temprana
edad, se me prometía un buen destino en la milicia si no fuera porque consintió
Dios que nuestras tropas vinieran a sufrir la peor de las derrotas. Deshecha la
flota cristiana y rendido el presidio, contemplé con mis aún tiernos ojos de
soldado inexperto y falto de sazón a los más grandes generales de nuestro ejército
humillados delante de las potestades infieles; como la inmensidad de muertos, cerca
de cinco mil, que cayeron de nuestra gente en tan malograda empresa, y con
cuyos cadáveres apilados construyeron los diabólicos turcos una torre que aún hoy
dicen verse desde la mar los marineros que se aventuran por aquella costa. Sálveme
yo de la muerte, mas no de la esclavitud que reserva la mala fortuna para quienes
conservan la vida después de vencidos en tierra extraña. Y quedé en poder de un
aguerrido jenízaro llamado Dromux Arráez, que me llevó consigo en su galeaza primero
a Susa y luego a Constantinopla, a la cual los infieles nombran como Estambul,
que es donde tiene su corte el Gran Turco.
En esa gran ciudad fui empleado
en los trabajos propios de los cautivos; que son: obedecer para conservar la
cabeza sobre los hombros, escaparse de lo que uno puede, soportar alguna que
otra paliza y escurrirse por mil vericuetos para atesorar la propiá honra; que
no es poco, pues no hay caballero buen cristiano que tenga a salvo la virtud y
la vergüenza entre gentes de tan rijosas aficiones. Aunque he de explicar que,
en tamaños albures, me benefició mucho saber de música. Ya que aprecian
sobremanera los turcos el oficio de tañer el laúd, cantar y recitar poemas. Les
placen tanto estas artes que suelen tratar con miramientos a trovadores y
poetas, llegando a tenerlos en alta estima, como a parientes, en sus casas y
palacios, colmándoles de atenciones y regalándoles con vestidos, dineros y
alhajas cuando las coplas les llegan al alma despertándoles arrobamientos,
nostalgias y recuerdos. En estos menesteres me empleé con tanto esmero que no sólo
tuve contentos a mis amos, sino que creció mi fama entre los más principales señores
de la corte del sultán. De tal manera que, pasados algunos años, llegué a estar
muy bien considerado entre la servidumbre del tal Dromux Arráez, gozando de
libertad para entrar y salir por sus dominios. De modo que vine a estar al
tanto de todo lo que pasaba en la prodigiosa ciudad de Estambul y a tener
contacto con otros cristianos que en ella vivían, venecianos los más de ellos,
aunque también napolitanos, griegos e incluso españoles, y así logré muchos
conocimientos de idas y venidas, negocios y componendas». In Jesús Sánchez Adalid, El
Caballero de Alcántara, 2008, Epulibre, O Cavaleiro de Alcântara, 2008, 2021,
HarperCollins Ibérica, 2021, ISBN 978-849-139-511-9.
Cortesia de HCIbéica/JDACT
JDACT, Jesús Sánchez Adalid, Literatura, Espanha, Século XVI,