«Judit, conocida por todos como la Guapísima por su extraordinaria belleza, aún no ha cumplido los veinticinco años cuando enviuda de Aben Ahmad al-Fiqui, un musulmán con el que su padre la casó por conveniencia. Tras su muerte, Judit, de origen judío, decide buscar nuevo marido, pero es rechazada tanto por musulmanes como por judíos debido a la situación extrema que se vive en Mérida, una ciudad donde imperan las revueltas y las rencillas y donde todos se toleran pero se temen. La calma tensa que preside la relación entre árabes, beréberes, muladíes, judíos y cristianos muy pronto se resquebrajará. La rivalidad y el miedo, además de la codicia de los gobernantes y los feroces tributos anuales que deben rendir a Córdoba hará que se rebelen contra el poder central de Abderramán II. Unidos por su odio hacia el emir de Córdoba se aliarán para derrocar el poder detentado en Mérida por el gobernador Marwán y liberarse de su yugo, pero Abderramán II mandará uno de los mayores ejércitos jamás vistos para someter a sangre y fuego a la ciudad… Destruiré aquella Mérida orgullosa y rebelde. Iré allá y desharé sus murallas contumaces; a cenizas y polvo las reduciré! Solo habrá allí desolación y piedras… En esta épica y colosal novela se entrecruzarán las vidas de personajes inolvidables como Muhamad, el hijo de Marwán, que reparte su amor entre Judit, la Guapísima, y Adine, la prima de Judit; el duc Claudio, máximo representante de los cristianos, o el emir Abderramán II, un monarca culto y refinado a la par que cruel y vengativo».
«Todos los parientes, amistades y buenos conocidos de Aben Ahmad al-Fiqui se reunieron en su casa cuando se enteraron de que había muerto. Las mujeres hacían manifestación de duelo con alaridos y alabanzas al difunto. Cada vez que una de ellas gritaba, enseguida era contestada por las demás y se organizaba el llanto. Se agolpaban a la puerta de la alcoba, sin atreverse a entrar, y contemplaban el cadáver derramando lágrimas y exhibiendo muecas de dolor. Mirad al desdichado! Qué poca cosa es para los mortales, pero qué grande para la misericordia de Allah! Grande es Dios! Paz y misericordia para Aben Ahmad al-Fiqui! Allah irhamo! (Dios sea misericordioso) Allah isalmek! (Dios otorgue la paz). El muerto yacía de costado, encogido, de manera que las rodillas se le juntaban con el pecho. Tenía aún los ojos abiertos y una hilera de babas se le descolgaba desde el labio inferior hacia la barba canosa y lacia. El cuerpo tan seco apenas abultaba bajo la sábana que lo cubría. Junto al lecho solo estaba la viuda, la única de las mujeres que permanecía en silencio: Judit al-Fatine, conocida por todo el mundo en Mérida como la Guapísima, por su belleza verdaderamente extraordinaria; aún no había cumplido los veinticinco años y era alta, de hermosa piel trigueña, cabellos dorados, ojos color miel y un aspecto tan sano como el pedernal. Incluso allí, junto a la penosa imagen del cadáver de su marido, admiraba verla, vestida con una sencilla juba de lino crudo y un velo color canela.
Sería por esta presencia
deslumbrante de Judit y porque atraía todo tipo de miradas por lo que el
anciano Ferján, tío del difunto, se acercó a ella y le dijo entre dientes: Anda,
mujer, sal de la alcoba y ve a recogerte, que los hombres debemos ocuparnos del
cuerpo. Ella, obediente, se puso en pie y salió exhibiendo la amenidad plena de
su esbelto talle, la delicadeza de su caminar y una expresión pálida y ausente
en el preciosíssimo rostro. Hombres y mujeres se apartaron en el corredor para
dejarla pasar entre ellos, mientras meditaban sobre lo afortunado que debía de
haber sido Aben Ahmad, aun habiendo tenido una vida colmada de desdichas. Porque
el difunto marido de Judit fue siempre un hombre común, corriente y nada extraordinario;
feo, canijo, que no contaba siquiera con patrimonio o dinero para merecer a una
mujer así. Hasta se decía por ahí que no había reunido a lo largo de su miserable
vida otra cosa que deudas. Sobre todo desde que, para colmo de infortunios, se
cayó del tejado y se destrozó la espalda, quedándose permanentemente e hecho un
cuatro, como ahora yacía muerto en su tálamo. No es de extrañar, pues, que los
asistentes al duelo pareciesen estar con el deseo de recibir las explicaciones
de la Guapísima, acerca de si era verdad o no que esse tullido alfeñique se había
pasado todas las noches de su matrimonio envuelto en sudores de amor, gozando
de tan extraordinaria mujer, como alardeaba cada día en el hamman sin ningún pudor, dejando a jóvenes y viejos
babeando de envidia. Y también querían saber qué haría a partir de ahora la
viuda, sin una herencia que le garantizase una vida digna y feliz, después de
haber tenido que cuidar durante años al enfermo.
Pero, con el muerto reciente, no
había de momento tiempo para otra ocupación que no fuera cumplir con la piadosa
tarea de prepararlo para la sepultura. Así que un par de vecinos de buena fama
entraron en la alcoba y se pusieron a las órdenes del anciano Ferján para
iniciar los rituales de limpieza que exige la tradición muçulmana antes del
entierro. Cerraron primeramente los orificios del cuerpo con algodón perfumado
y lavaron y secaron el cadáver antes de envolverlo con el sudário derramando
incienso en cada vuelta. Les costaba mucho trabajo enderezar las piernas y
tuvieron que hacer uso de unas gruesas cañas y un rollo de vendas a modo de entablillado.
Cuando hubieron terminado estos trabajos, descorrieron la cortina y los
presentes que abarrotaban la casa pudieron ver a Aben Ahmad, amortajado ya con
dignidad y colocado sobre las angarillas que lo trasladaron a la mejor estancia
de la casa. De nuevo las mujeres prorrumpieron en gritos, alaridos y alabanzas,
mientras se retiraban para dejar que los hombres rodearan al difunto». In Jesús
Sanchez Adalid, Alcazaba, Premio de Novela Historica Alfonso X El Sabio, Premio
2012, Epublibre, Ebookelo.com, Polifemo7-24-08-13.
Cortesia de Epublibre/JDACT
JDACT, Jesús Sanchez Adalid, Literatura,