«La puta, la gran puta, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio (maldito) y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albi-genses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de herencias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristo loco el rabioso y a Pedro-piedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma; la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calumniadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contumaz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traidora, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la tiránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussolini y de Hitler; la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia, la impune bimilenaria tiene cuentas pendientes conmigo desde mi infancia y aquí se las voy a cobrar.
A
mediados de 1209 y al mando de un ejército de asesinos, el legado papal Amoldo
Amalrico le puso sitio a Beziers, baluarte de los albigenses occitanos, con la
exigencia de que le entregaran a doscientos de los más conocidos de esos
herejes que allí se refugiaban, a cambio de perdonar la ciudad. Amalrico era un
monje cisterciense al servicio de Inocencio III; su ejército era una turba de
mercenarios, duques, condes, criados, burgueses, campesinos, obispos feudales y
caballeros desocupados; y los albigenses eran los más devotos continuadores de
Cristo, o mejor dicho, de lo que los ingenuos creen que fue Cristo: el hombre
más noble y justo que haya producido la humanidad, nuestra última esperanza.
Así les fue, colgados de la cruz de esa esperanza terminaron masacrados. Los
ciudadanos de Beziers decidieron resistir y no entregar a sus protegidos, pero
por una imprudencia de unos jóvenes atolondrados la ciudad cayó en manos de los
sitiadores y éstos, con católico celo, se entregaron a la rapiña y al exterminio.
Pero cómo distinguir a los ortodoxos de los albigenses? La orden de Amalrico
fue: Mátenlos a todos que ya después el Señor verá cuáles son los suyos. Y así,
sin distingos, herejes y católicos por igual iban cayendo todos degollados. En
medio de la confusión y el terror muchos se refugiaron en las iglesias, cuyas
puertas los invasores fueron tumbando a hachazos: pasaban al interior cantando
el Veni Sancte Spiritus y emprendían el deguello. En la sola iglesia de Santa
María Magdalena masacraron a siete mil sin perdonar mujeres, niños ni viejos. Hoy,
Su Santidad le escribía esa noche Amalrico a Inocencia III, veinte mil
ciudadanos fueron pasados por la espada sin importar el sexo ni la edad.
Albigenses o no, los veinte mil eran todos cristianos. Y así ese papa criminal
que llevaba el nombre burlón de Inocencia lograba matar en un solo día y en una
sola ciudad diez o veinte veces más correligionarios que los que mataron los
emperadores romanos cuando la llamada era de los mártires a lo largo y
ancho del Imperio. Los hubieran matado a todos y no habríamos tenido Amalricos,
ni Inocencias, ni Edad Media! Qué feliz sería hoy el mundo sin la sombra
ominosa de Cristo! Pero no, el Espíritu Santo, que caga lenguas de fuego, había
dispuesto otra cosa.
El
siguiente en la lista de los Inocencias, el cuarto, quien en el clímax de su
delirio se designaba a sí mismo praesentia corporalis Christi, fue el que azuzó
a la Inquisición (maldita), con su bula Ad extirpanda, a
usar la tortura para sacarles a sus víctimas la confesión de herejía. Y otro
Inocencia, el octavo, no bien fue elegido papa (en un cónclave presidido por el
soborno y la intriga), promulgó la bula Summis desiderantes affectibus que
desató la más feroz persecución contra las brujas; a su hijo Franceschetto lo
casó con una Médicis, y para refrendar el trato nombró cardenal a un hijo de
Lorenzo el Magnífico, Giovanni, que entonces tenía sólo 13 años. A los 37 este
Médicis habría de ascender al papado, que se parrandeó de banquete en banquete
en una sola y continua fiesta. Se puso León X, aunque del feroz animal sólo
tenía el nombre: gordo, miope, de ojos saltones, cabalgaba de lado como mujer a
causa de una úlcera en el trasero adquirida tal vez en sus devaneos
homosexuales y que le amargaba, aunque no mucho, la fiesta. Los burdeles de la
Ciudad Eterna (que contaba entonces, entre sus cincuenta mil habitantes, con
siete mil prostitutas registadas) le pagaban diezmos. Vendió en subasta dos mil
ciento cincuenta puestos eclesiásticos, entre los cuales varios cardenalatos a
treinta mil ducados el capelo, si bien a su primo bastardo Giulio de Médicis
(el futuro Clemente VII) le dio el capelo gratis: el suyo propio durante la
ceremonia de su coronación, tras quitárselo él mismo para chantarse la tiara pontifícia».
In
Fernando Vallejo, La Puta de Babilonia, 2007, Debolsillo, 2016, ISBN
978-846-633-562-1.
Cortesia de Bolsillo/JDACT
JDACT, Fernando Vallejo, Literatura, Religião,