« No me gustaba encerrarme durante tantas horas sin haberlos visto y observado, no a hurtadillas pero con discreción, lo último que habría querido era hacerlos sentirse incómodos o molestarlos. Y habría sido imperdonable ahuyentarlos, además de ir en perjuicio mío. Me confortaba respirar el mismo aire, o formar parte de su paisaje por las mañanas, una parte inadvertida, antes de que se separaran hasta la siguiente comida, probablemente, que tal vez ya era la cena, muchos días. Aquel último en que su mujer y yo lo vimos, no pudieron cenar juntos. Ni tan siquiera almorzaron. Ella lo espero veinte minutos sentada a una mesa de restaurante, extrañada pero sin temer nada, hasta que sonó el teléfono y se le acabó su mundo, y nunca más volvió a esperarlo.
Desde el primer día me saltó a la
vista que eran matrimonio, él de cerca de cincuenta años y ella de unos cuantos
menos, no habría alcanzado aún los cuarenta. Lo que más agradaba de ellos era
ver lo bien que lo pasaban juntos. A una hora a la que casi nadie está para
nada, y menos para fiestas y risas, hablaban sin parar y se divertían y
estimulaban, como si acabaran de encontrarse o incluso de conocerse, y no como
si hubieran salido juntos de casa, y hubieran dejado a los niños en el colegio,
y se hubieran arreglado al mismo tiempo, acaso en el mismo cuarto de baño, y se
hubieran despertado en la misma cama, y lo primero que cada uno hubiera visto
hubiera sido la descontada figura del cónyuge, y así un día tras outro desde
hacía bastantes años, pues los hijos, que los acompañaron en un par de ocasiones,
debían de tener unos ocho la niña y unos cuatro el niño, que se parecia enormemente
a su padre.
Éste
vestía con distinción levemente anticuada, sin llegar a resultar ridículo ni anacrónico
en modo alguno. Quiero decir que iba siempre trajeado y bien conjuntado, con
camisas a medida, corbatas caras y sobrias, pañuelo asomándole por el bolsillo
de la chaqueta, gemelos, lustrados zapatos de cordones, negros o bien de ante, éstos
sólo al final de la primavera, cuando se ponía sus trajes claros, manos cuidadas
por manicura. A pesar de todo esto, no daba una impresión de ejecutivo
presuntuoso ni de pijo a ultranza. Parecía más bien un hombre cuya educación no
le permitiera asomarse a la calle vestido de otra manera, en día laborable al
menos; en él resultaba natural aquella clase de indumentaria, como si su padre
le hubiera enseñado que a partir de cierta edad era eso lo que tocaba,
independientemente de las modas que ya nacen caducas y de los desharrapados
tiempos actuales, que a él no tenían por qué afectarlo. Era tan clásico que ni
siquiera le descubrí nunca ningún detalle extravagante: no quería hacerse el
original, aunque acababa por resultarlo un poco en el contexto de aquella
cafetería en la que lo vi siempre y aun en el de nuestra ciudad negligente. El
efecto de naturalidad se veía realzado por su carácter indudablemente cordial y
risueño, que no campechano (no lo era con los camareros, por ejemplo, a los que
trataba de usted y con amabilidad desusada, sin caer en el empalago): de hecho llamaban
algo la atención sus frecuentes carcajadas que eran casi escandalosas, aunque
en ningún caso molestas. Sabía reír, lo hacía con fuerza pero con sinceridad y simpatía,
nunca como si adulara ni en actitud aquiescente sino como si respondiera siempre
a cosas que le hacían verdadera gracia y fueran muchas las que se la hicieran, un
hombre generoso, dispuesto a percibir lo cómico de las situaciones y a aplaudir
las bromas, por lo menos las verbales». In Javier Marías, Los Enamoramientos, Lectulandia,
epub
1,0, Os Enamoramentos, Alfaguara Portugal, 2015, ISBN 978-989-877-547-4.
Cortesia de Lectulandia/Alfaguara Portugal/JDACT
JDACT, Javier Marías, Literatura, Espanha,