«La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto, si es que no lo era ya para su propia conciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debió de dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente, y además una y outra vez, sin salvación, no una sola, con voluntad de suprimirlo del mundo y echarlo sin dilación de la tierra, allí y entonces. Tarde para qué, me pregunto. La verdad es que lo ignoro.
Es
sólo que cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier
cosa, para todo, más aún para esperarlo, y nos limitamos a darlo de baja. También
a nuestros allegados, aunque nos cueste mucho más y los lloremos, y su imagen
nos acompañe en la mente cuando caminamos por las calles y en casa, y creamos
durante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos. Pero desde el principio
sabemos, desde que se nos mueren, que ya no debemos contar con ellos, ni
siquiera para lo más nimio, para una llamada trivial o una pregunta tonta (Me
he dejado ahí las llaves del coche?, A qué hora salían hoy los niños?), para
nada.
Nada
es nada. En realidad es incomprensible, porque supone tener certidumbres y eso está
reñido con nuestra naturaleza: la de que alguien no va a venir más, ni a decir más,
ni a dar un paso ya nunca, para acercarse ni para apartarse, ni a mirarnos, ni a
desviar la vista. No sé cómo lo resistimos, ni cómo nos recuperamos. No sé cómo
nos olvidamos a ratos, cuando el tiempo ya ha pasado y nos ha alejado de ellos,
que se quedaron quietos. Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído
hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de
hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la
oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él, no se me
malentienda, sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me
daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una
obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego.
Quizá en una superstición, aunque tampoco: no es que yo creyera que me iba a ir
mal el día si no compartía con ellos el desayuno, quiero decir a distancia; era
sólo que lo iniciaba con el ánimo más bajo o con menos optimismo sin la visión
que me ofrecían a diario, y que era la del mundo en orden, o si se prefiere en
armonía. Bueno, la de un fragmento diminuto del mundo que contemplábamos muy
pocos, como pasa con todo fragmento o vida, hasta la más pública o expuesta». In
Javier Marías, Los Enamoramientos, Lectulandia, epub 1,0, Os Enamoramentos, Alfaguara
Portugal, 2015, ISBN 978-989-877-547-4.
Cortesia de Lectulandia/Alfaguara Portugal/JDACT