El Rey Sancho III
Sierra
de Leyre. Novembro de 1027
«Artal era tan listo como muchos hombres, de pelaje espeso
y completamente blanco, como un copo de nieve recién caído. No conocía el frío,
aunque en los veranos calurosos sufría con el viento cálido de poniente. Le
gustaba la lluvia y correr entre los charcos que se formaban alrededor de la
torre. Eneca había perdido la noción del tiempo desde que se separó de su madre
y llegó al puente sobre el río.
Desde entonces,
había caminado siempre hacia la salida del sol. No recordaba cuándo había
desfallecido, pero al menos ya no estaba sola. Conforme se iba recuperando,
pensaba en qué habría sido de su padre, que defendía lo alto de la torre; de su
abuela, que se quedó para ocultar su huida; y su madre? Por qué ella le había
dejado sola? No lo estaba. Artal frotó el hocico contra su espalda, empujándola
para que se levantara. Eneca le hizo caso y le siguió entre la penumbra verdosa
de la vegetación. Así, llegaron hasta un riachuelo, y Artal metió el morro en
la corriente para beber con su alargada lengua. Después miró a Eneca y esta
introdujo sus manos. El agua estaba fría, pero se lavó la cara, y comenzó a
sentirse algo mejor. Se pasó las manos húmedas por el cuello, la frente y los
hombros y volvió a introducir las dos palmas formando un cuenco del que beber.
Aquello la devolvió a la vida.
Vamos, Artal ,
tenemos que buscar algo de comer. Eneca caminó siguiendo el curso del agua,
rastreando la orilla, mientras su perro olisqueaba algunas plantas que iban
encontrándose a su paso. Hasta que la muchacha se detuvo frente a un imponente
árbol de cuyos pies brotaban raíces que se sumergían de nuevo en la tierra y
sus ramas estaban tan altas que no podía alcanzarlas. Fue a la base de su
tronco y escarbó, primero con las manos y, cuando se percató de que era tarea inútil,
buscó un par de piedras. Con una de ellas dio forma a la otra, para después
utilizarla en la misma tarea. Con ayuda de sus rudimentarios útiles, encontró
unas raíces verdosas, que fue partiendo antes de lavarlas en el río. Masticó la
primera de ellas, después la succionó, extrayendo toda la savia, continuó con
la segunda a la vez que le daba otra a Artal .
Esa noche la
pasaron en otro abrigo que encontraron antes de la puesta de sol, donde el
riachuelo vertía sus aguas a un cauce mayor. Recordó cómo le habían enseñado a
hacer fuego y buscó las rocas adecuadas, reunió hojas y ramulla secas, y, por
último, se afanó en encontrar el lado donde menos pegara el viento para,
después de casi una docena de intentos, lograr que una chispa cebara la escueta
hoguera, a la que añadió ramas más considerables y alguna piña que prendió de
manera efusiva. Se acurrucó contra Artal y cerró los ojos. Era complicado hacerlo
cuando, en sueños, no dejaba de ver a sus padres sufriendo. Así que despertó
antes del alba y permaneció en vigilia observando las estrellas de la bóveda
celeste, todas estaban allí suspendidas y se movían al unísono alrededor de la
tierra que pisaban los hombres.
Era hermoso verlas
brillar y, en el profundo silencio de aquellas montañas, parecía como si
pudieras elevarte y tocarlas con la punta de los dedos. No fue eso lo que
sucedió, más bien lo contrario, pues creyó ver a un ser volando sobre las copas
de los árboles. Quizá fuera uno de esos espíritus que pueblan el bosque, o de
esas mujeres que son capaces de transformarse en formas extrañas y viajar de un
lugar a otro.
Y soltó un tremendo
grito cuando algo descendió frente a ella. Artal se despertó y se encaró con
aquel ser. Era una lechuza blanca, que parecia mirarla impasible, mientras su
perro ladraba de manera incesante. Tranquilo, le acarició el cuello, no pasa
nada, tranquilo. El animal se fue apaciguando». In Luis Zueco, El Castillo, O
Castelo, 2015, Titivillus, Alma dos Livros, 2020, ISBN 978-989-899-914-0.
Cortesia de AdosLivros/JDACT
JDACT, Luis Zueco, Idade Média, Século XI, Espanha, Literatura, História,