«Llovía sobre Roma cuando el taxi se detuvo en la plaza de San Pedro. Eran las diez de la mañana. El hombre pagó la carrera y sin esperar el cambio, apretando bajo el brazo un periódico, se acercó con paso muy vivo hasta el primer control en el que rutinariamente se comprobaba si los visitantes entraban en la basílica correctamente vestidos. Nada de pantalones cortos, minifaldas,tops o bermudas. Ya en el interior del templo, el hombre ni siquiera se detuvo ante la Piedad de Miguel Ángel, la única obra de arte que entre las muchas que atesora el Vaticano lograba conmoverle. Dudó unos segundos hasta orientarse y después se dirigió hacia los confesionarios, donde a esa hora sacerdotes de distintos países escuchaban en su lengua materna a fieles llegados de todas partes del mundo.
De pie, apoyado en una columna, aguardó impaciente a que otro
hombre acabara su confesión. Cuando le vio levantarse, se dirigió hacia el
confesionario. Un letrero informaba de que aquel
sacerdote ejercía su ministerio en italiano. El sacerdote esbozó una sonrisa al
contemplar la figura enjuta de aquel hombre enfundado en un traje de buen
corte; tenía el cabello blanco cuidadosamente peinado hacia atrás y el ademán
impaciente de quien está acostumbrado a mandar. Ave María Purísima. Sin pecado
concebida. Padre, me acuso de que voy a matar a un hombre. Que Dios me perdone!
Tras decir estas palabras, el anciano se incorporó y, ante los ojos atónitos
del sacerdote, se perdió veloz entre el enjambre de turistas que abarrotaban la
basílica. Junto al confesionario, tirado en el suelo, dejó un periódico
arrugado. El religioso tardó unos minutos en recuperarse. Otro hombre se había
arrodillado y le preguntaba impaciente: Padre, padre…, se encuentra bien? Sí,
sí… no, no… perdone…
Salió del confesionario y recogió el periódico. Recorrió con la
mirada la página en la que estaba abierto: concierto de Rostropovich en Milán;
éxito de taquilla de una película sobre dinosaurios; congreso en Roma de
arqueología con la participación de reputados profesores y arqueólogos: Clonay,
Miller, Smidt, Arzaga, Polonoski, Tannenberg, aparecendo este último nombre rodeado por un círculo
rojo… Dobló el periódico y, con la mirada perdida, abandonó el lugar, dejando
con la palabra en la boca a aquel hombre que seguía de rodillas esperando para
confesar sus pecados y penas.
Quiero hablar con la señora Barreda. De parte de quién? Soy el
doctor Cipriani. Un momento, doctor. El anciano se pasó una mano por el cabello
y sintió un ataque de claustrofobia. Respiró hondo intentando tranquilizarse,
mientras dejaba vagar la mirada por aquellos objetos que le habían acompañado
en los últimos cuarenta años. Su despacho olía a cuero y a tabaco de pipa.
Sobre su mesa reposaba un marco con dos fotos, la de sus padres y la de sus
tres hijos. Había colocado la de sus nietos sobre la repisa de la chimenea. Al
fondo, un sofá y un par de sillones de oreja, una lámpara de pie con tulipa
color crema; los estantes de caoba que recubrían las paredes y albergaban miles
de libros, las alfombras persas… aquél era su despacho, estaba en su casa,
tenía que tranquilizarse. Carlo!
Mercedes, le hemos encontrado! Carlo, qué dices?… La voz de la
mujer delataba mucha tensión. Parecía desear y temer, con igual intensidad, la
explicación que estaba a punto de escuchar. Entra en internet, busca en la
prensa italiana, en cualquier periódico, en las páginas de cultura, ahí está. Estás
seguro? Sí, Mercedes, estoy seguro. Por qué en las páginas de cultura? No
recuerdas lo que se decía en el campo? Sí, claro, sí… Entonces él… Lo haremos.
Dime que no te vas a echar atrás. No, no lo haré. Tú tampoco, ellos tampoco,
les voy a llamar ahora. Tenemos que vernos. Queréis venir a Barcelona? Tengo
sitio para todos… Da lo mismo dónde. Luego te llamo, ahora quiero hablar con Hans
y con Bruno.
Carlo, de verdad es él? Estás seguro? Debemos comprobarlo. Ponle
bajo vigilancia, no puede volver a perderse, no importa lo que cueste. Si
quieres te mando ahora mismo una transferencia, contrata a los mejores, que no
se pierda… Ya lo he hecho. No le perderemos, descuida. Te volveré a llamar. Carlo,
me voy al aeropuerto, cojo el primer avión que salga para Roma, no me puedo
quedar aquí… Mercedes, no te muevas hasta que te llame, no podemos cometer
errores. No escapará, confía en mí. Colgó el teléfono sintiendo la misma
angustia que había notado en la mujer. Conociéndola, no descartaba que en dos
horas le llamara desde Fiumicino. Mercedes era incapaz de quedarse quieta y
esperar, y en aquel momento menos que nunca.
Marcó un número de teléfono de Bonn y esperó impaciente a que
alguien respondiera. Quién es? El profesor Hausser, por favor? Quién le llama? Carlo
Cipriani. Soy Berta! Qué tal está usted? Ah, querida Berta, qué alegría
escucharte! Cómo están tu marido y tus hijos? Muy bien, gracias, con ganas de
volver a verle, no se olvidan de las vacaciones que pasamos hace tres años en
su casa de la Toscana, nunca se lo agradeceré bastante, nos invitó en un momento en que Rudolf estaba al borde
del agotamiento y… Vamos, vamos, no me des las gracias. Estoy deseando volver a
veros, estáis siempre invitados. Berta, está tu padre? La mujer percibió el
apremio en la voz del amigo de su padre e interrumpió la charla no sin cierta
preocupación. Sí, ahora se pone. Está usted bien? Pasa algo? No, querida, nada,
sólo quería charlar un rato con él. Sí, ahora se pone. Hasta pronto, Carlo. Ciao,
preciosa!
No pasaron más que unos breves segundos antes de que la voz fuerte
y rotunda del profesor Hausser le llegara a través de la línea telefónica. Carlo…
Hans, está vivo! Los dos hombres se quedaron en silencio, cada uno escuchando
la respiración cargada de tensión del otro. Dónde está? Aquí, en Roma. Le he
encontrado por casualidad, hojeando un periódico. Sé que no te gusta internet,
pero entra y busca cualquier periódico italiano, en las páginas de cultura,
allí le encontrarás. He contratado a una agencia de detectives para que le
vigilen las veinticuatro horas y le sigan vaya a donde vaya si deja Roma. Nos tenemos que
ver. Ya he hablado con Mercedes, ahora llamaré a Bruno. Iré a Roma». In Julia Navarro, A Bíblia de Barro, 2005, Bertrand
Editora, 2022, ISBN 978-972-254-359-0.
Cortesia de BertrandE/JDACT
JDACT, Julia Navarro, Literatura, Itália,