El Secreto Inquisitorial. La regulación normativa
«(…) A pesar de ello,
los distintos territorios no dejan de mostrar signos de rechazo a la actividad inquisitorial
y a su sigilo. Por ejemplo, en Octubre de 1484,
llega a la corte, desde Valencia, una embajada con instrucciones concretas para
negociar con el rey. Entre ellas, exige que los testimonios sean publicados,
para evitar que la malicia y la ocultación favorezcan falsas acusaciones.
Las Instrucciones de finales del
siglo XV
Las Instrucciones
del Oficio de la Santa Inquisición (maldita),
dadas en Sevilla el 29 de Noviembre de 1484,
ofrecen a los inquisidores la posibilidad de ocultar los nombres e identidades de
los deponentes, condicionada, en principio, a la existencia de un peligro
personal o patrimonial para los testigos. Además, ordenan que, concluida la
fase probatoria, se haga publicación de los testimonios, pero callando los nombres y circunstancias por
las cuales el reo acusado podría venir en conocimiento de las personas de los
testigos. De esta publicación se dará copia al acusado que la solicite.
Pero se trata en este caso de una mera posibilidad, cuya aplicación queda a la
conciencia y apreciación de los jueces. Frente a este modo de proceder en el
Santo Oficio (maldito), dos años después,
unos embajadores de Cataluña reciben instrucciones para levantar su voz ante el
monarca y negociar que, de perseverar en la idea de la Inquisición (maldita), ésta respete unas bases que incluyen
el traslado a los reos de la acusación y el nombre del acusador. En la línea
institucionalizadora del sigilo, el mismo Torquemada dicta unas
instrucciones en Valladolid, el 27 de Octubre de 1488, conducentes a dos fines principales. En primer lugar, impone
el aislamiento de los presos, cuya comunicación sólo podrá autorizarse para que
comimiquen con eclesiásticos en orden a su consuelo y liberación de sus
conciencias. En segundo lugar, ordena que en las actuaciones del Santo Oficio (maldito) que requieran la guarda del secreto
sólo estén presentes las personas estrictamente necesarias. Por otra parte,
dispone que los papeles del secreto han de custodiarse bajo llave, en poder
de los notarios del secreto, y no extraerse de la sede del tribunal.
Nueve años más tarde, el
15 de Febrero de 1497, el Consejo
insiste en que los inquisidores han de facilitar a los reos el contenido de las
acusaciones, mas no los nombres de los testigos. Un año después, las
Instrucciones de Ávila de 1498
prescriben el castigo con pena pública de los testigos que presten falso
testimonio. Además, disponen que en las testificaciones ha de estar presente un
inquisidor y en las ratificaciones dos personas honestas que no sean del Oficio
(maldito), sin que en estas últimas
actuaciones puedan concurrir otros oficiales de la Inquisición (maldita). Por otra parte, estatuyen las
cautelas a observar en los supuestos de sentencias recaídas sobre difuntos y
señalan que, salvo la persona que tenga a su cargo el alimento de los presos,
nadie pueda comunicar con éstos, ni siquiera los familiares del alcaide. En las
Instrucciones de Sevilla, dadas el mismo año 1498, Torquemada ordena, básicamente, que los ministros y
oficiales de la Inquisición (maldita) presten
juramento de fidelidad y secreto en el momento de tomar posesión de sus
oficios. Junto a ello, establece que los servidores del Santo Oficio (maldito) que pretendan comunicar con los
presos lo habrán de verificar sempre con el concurso de otro oficial.
Las Instrucciones de 1500 y la regulación posterior
En las Instrucciones
dadas en Sevilla el 17 de Junio de 1500,
el Inquisidor General, Diego Deza, por lo que se refiere a nuestro objeto de
conocimiento, se limita a recoger gran parte de lo regulado en anteriores
instrucciones. A su lado, en la misnia línea institucionalizadora, mediado el
siglo XVI, Pío IV, con el breve Cum sicut, otorga a los
inquisidores plena libertad para omitir los nombres de acusadores, denunciantes
y testigos. Pero todas las precauciones son pocas para garantir el sigilo y, el
30 de Octubre de 1510, la Suprema
determina que sólo tengan acceso a la sala del secreto aquellas personas
estrictamente necesarias conforme a derecho, conminando con la pena de
excomunión, tanto a los inquisidores, fiscal y notario que permitan la
actuación en contrario, como a los oficiales que contravengan lo estatuido.
Además, el 15 de Mayo de 1518, la
Suprema insiste en la necesidad de guardar secreto en todas las cosas tocantes
al Santo Oficio de la Inquisición (maldita),
concerniendo dicho deber a todos los oficiales, por ser el fundamento de la buena administración. Sin
embargo, el proceder de los tribunales inquisitoriales no es admitido de plano
y afronta algunas resistencias en los distintos territorios de la monarquía.
Los veinte primeiros años de la centuria asisten a varios ataques contra las
especialidades procesales de la Inquisición (maldita).
Los tres objetivos básicos a derribar son el secreto del proceso, la
arbitrariedad de los tribunales y la confiscación de bienes.
Aparte de diversos
intentos procedentes de sectores conversos y orientados a que el monarca acceda
a publicar los nombres de los testigos, es de destacar la protesta acontecida
con ocasión de las Cortes de Valladolid del año 1518. En ellas los procuradores elevan al monarca una relación de
los males padecidos desde la instauración del Santo Oficio (maldito), pidiendo un remedio pronto basado
fundamentalmente en un cambio del procedimiento. Estos representantes
castellanos consideran que el secreto ha propiciado la concurrencia de falsos
testimonios, abusos por parte de ministros y oficiales, indefensión de los
acusados y daños a muchos inocentes y a sus familias. Por estos motivos,
solicitan que los tribunales de la Inquisición sigan los procedimientos del
derecho común y que los jueces sean convenientemente elegidos o que sus competencias
las asuman los Ordinarios. Ante tales demandas, el rey dispone que la cuestión
sea consultada por algunos de nuestro Consejo
y con otras personas doctas... [quienes] hicieron relación que para por el
dicho Santo Oficio se administrase enteramente justicia, conforme al servicio de
Dios y nuestro y al descargo de nuestras reales conciencias, convenía que en el
proceso de la dicha Santa Inquisición (maldita) y de las causas tocantes a ella se
guardase la forma de la orden y reglas siguientes. Dichas normas, por lo
que atañe al secreto, prevén que los presos sean recluidos en cárceles públicas
y con entera comunicación; que puedan elegir letrado y procurador libremente; que
la acusación recoja los cargos literales y se les facilite copia de la
información completa, incluidos los nombres de los testigos. Sólo podrá
permanecer oculta la identidade de los deponentes cuando acusen a algún duque, marqués, o conde, u obispo, o
gran prelado, siendo esta decisión apelable ante el Papa con efectos
suspensivos. Además, previene que las partes, sus letrados y procuradores estén
presentes a la hora de dictarse sentencia.
Del manuscrito consultado parece deducirse que finalmente el monarca
asume la consulta y sanciona una instrucción para que los tribunales del Santo
Oficio (maldito) arreglen su procedimento
a lo expuesto, previendo incluso el derecho transitorio. Sin embargo, se trata
de una copia sin firmas y la historiografía coincide al afirmar que no tiene
efecto merced a la intervención de Adriano de Utrecht. De ahí que las Cortes de
Valladolid de 1523 y las de Toledo
de 1525 reiteren las peticiones
formuladas años antes. Estos hechos presentan efectos colaterales en el plano
internacional. Tres breves del Papa León X, dictados en el año 1519, parecen anunciar el fin del
secreto. Pero el pontífice fallece dos años más tarde, y le sucede Adriano de
Utrecht, quien ya se había opuesto a la modificación del proceso inquisitorial
en España. Por lo que toca a la Corona de Aragón, las Cortes de Monzón de 1510
y 1512, las de Lérida en 1515,
o las de Zaragoza de 1518, solicitan
reiteradamente la supresión del secreto inquisitorial. Así, los artículos 7 y 8 de estas últimas afirman el derecho de los
acusados a conocer los nombres de los deponentes y las fechas de sus
declaraciones. Por su parte, el artículo 9 pide la ley del tallón para los
falsos testigos, mientras que el 11 reclama el derecho de visita en favor de
los parientes de los acusados. Frente a esto, el monarca responde ser su voluntad que en todos y cada uno de los
artículos propuestos se observasen los sagrados cánones y las ordenanzas y
decretos de la silla apostólica, sin atender nada en contrario. A pesar de
lo evanescente de la respuesta, la referencia a las ordenanzas y a las bulas
cierra la puerta a la publicidad en los procesos inquisitoriales. Por otro
lado, en relación con el reino de Navarra, en torno a 1521 solicita al monarca la implantación de la publicidade de los
nombres de los declarantes». In Eduardo Galván Rodríguez, El Secreto en
la Inquisición Española, Universidade de Las Palmas de Gran Canaria, Biblioteca
Universitária 238793, Campillo Nevado, 2001, ISBN 84-95792-54-0.
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