Cortesia
de wikipedia
Egipto.
Primavera, ano de 77 d. C.
«(…)
Las ciudades extranjeras siempre parecen muy escandalosas. Puede que Roma sea
igual, pero al ser nuestro hogar nunca notamos el jaleo. Me desperté gimiendo
en una cama extraña: doblado bajo un cobertor poco corriente confeccionado con
una lana que no reconocí, y salido de una pesadilla en la que mi cuerpo parecía
seguir meciéndose en el barco que nos había traído, me encontré con una luz y
un ruido inquietantes. Al moverme, un insecto sumamente raro levantó el vuelo
de debajo de mi oreja izquierda. En el exterior, en las calles, se alzaron unas
voces nerviosas que atravesaron los endebles postigos con pestillo que no pude
cerrar la noche anterior cuando llegamos, pues estaba demasiado exhausto para
resolver los enigmas incomprensibles de aquellos herrajes de puertas y ventanas
desconocidos para mí. Había bromeado un poco diciendo que una esfinge alada
griega nos había sometido a una prueba a vida o muerte, y mi ingeniosa
compañera había señalado que en aquellos momentos nos encontrábamos en el
territorio de la esfinge egipcia con cuerpo de león. No se me había ocurrido
pensar que hubiera alguna diferencia. Por Júpiter atronador! Los habitantes de
aquel nuevo lugar conversaban a voz en cuello, enzarzados en ásperas y largas
discusiones sin sentido, aunque, cuando miré fuera con la esperanza de ver una
pelea con cuchillos, lo único que estaban haciendo todos era encogerse de
hombros con indiferencia y alejarse tranquilamente con las hogazas de pan bajo
el brazo. El volumen de los sonidos de la calle parecía absurdo. Unas campanas
innecesarias repicaban sin propósito. Incluso los asnos eran más ruidosos que
en Roma.
Volví
a echarme en la cama. El tío Fulvio había dicho que podíamos dormir cuanto
quisiéramos. Pues bueno, eso no evitó el traqueteo de las criadas, que no
paraban de subir y bajar por las escaleras de piedra. Una de ellas llegó
incluso a irrumpir en la habitación para ver si ya nos habíamos levantado. En
lugar de retirarse con discreción, se quedó allí de pie con su túnica informe y
sus sandalias, sonriendo con burla. No digas nada!, masculló Helena contra mi
hombro, aunque me pareció que apretaba los dientes. Cuando la criada o esclava
se marchó, estuve un rato despotricando sobre las muchas humillaciones
repugnantes que se les imponen a los viajeros inocentes por medio de la enojosa
frase: recuerda que somos invitados, querido! No seáis nunca invitados.
Puede que la hospitalidad sea la tradición social más noble de Grecia y Roma, y
posiblemente también de Egipto, pero se la podéis meter por la axila sudada a
cualquier pariente servicial que quiera mataros de aburrimiento con sus
historias del ejército, al mismísimo viejo amigo de vuestro padre que espera
despertar vuestro interés en su nuevo invento o a quienquiera que sea el
peligro público que os haya invitado a compartir su inconveniente casa en el
extranjero. Pagad vuestra estancia en una mansio honesta, proteged
vuestra integridad y mantened el derecho a gritar: vete al diablo! Estamos en
Oriente, dijo Helena para tranquilizarme. Dicen que el ritmo de vida es
distinto. Siempre hay una buena excusa para la horrible incompetencia de los
extranjeros. No te amargues, Helena se dio la vuelta, se acurrucó entre mis
brazos y, una vez más, se puso cómoda y se quedó grogue». In Lindsey Davis, Alejandría, la
XIX novela de Marco Didio Falco, Lindsey Davis, epublibre, tradução de Montse
Batista, Arnaut, 2009, Wikipédia.
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