Cortesia
de wikipedia e jdact
Ribera
de Navarra, Noviembre de 1834
«(…)
Las vela en las tinieblas de aquel fúnebre encierro, a la luz de su mente, cual
si delante las tuviera. Entró al fin en la estancia, por un alto ventanillo
guarnecido de telarañas, la luz matinal, y con las primeras claridades entró
por la puerta un hombre. Mejor será decir que le introdujeron como a la fuerza,
cerrando después. Ulibarri había podido hacerse cargo de la estrechez de la
prisión, ocupada en su mitad por trastos viejos de iglesia, restos de bancos,
túmulos y retablos en ruinas, todo hecho pedazos y cubierto de polvo y
telarañas. En el montón más bajo se había sentado el reo, bebiendo un trago de
vino momentos antes de que penetrara el hombre cuya presencia se determinó por
una escueta y larga proyección negra y un sonidillo de espuelas. Era indudablemente
un clérigo, de alta estatura, que vestía balandrán abierto y había venido a
caballo. quizás en mula, pensó Ulibarri; en mula, que es más propio. Frente a
frente el uno del otro, el reo intentó decir la primera palabra; pero, no
acertando a formularla, aguardó silencioso, seguro de que el sacerdote, a quien
correspondía decirla, se despacharía muy a gusto de entrambos. Aumentada
gradualmente la claridad, se fue dibujando la figura de don Adrián Ulibarri,
alto, casi giganteo, de proporcionada grosura, cabellos blancos, de rostro
grave y ceñudo, totalmente afeitado, tipo de rústico noble. Y como transcurrían
lúgubres los segundos sin que el clérigo se arrancara con la fórmula religiosa
del caso, el reo se impacientó, y la curiosidad y desasosiego le picaban
extraordinariamente. Miró al otro; el otro no le miraba, y cruzadas las manos
inclinaba al suelo su rostro, más que pálido, amarillo como cera de réquiem.
Entablose
un diálogo de suspiros, pues al hondísimo que exhaló el alcalde contestó el
clérigo con otro que más bien parecía el mugido de un buey en la antesala del
matadero; y así, con este patético lenguaje, departieron un rato, hasta que
Ulibarri, no pudiendo aguantar que prolongara su agonía el que aliviársela
debiera, fue vencido e su genio impetuoso y lanzó el terno habitual en sus
labios, seguido de palabras de calurosa impaciencia. Irguió por fin el clérigo
su cuerpo encorvado, y llevándose las manos a la cabeza, soltó con voz opaca,
enronquecida por emoción muy viva, estas singulares expresiones: don Adrián, me
han traído para auxiliar a usted, y yo no puedo... Para qué me han traído, si
no puedo ni debo...? Bien sabe Dios que quisiera morirme en este instante, que
debiera morirme en su presencia... Lo diré claro y pronto: soy José Fago.
Oyó
este nombre Ulibarri cual si fuera la descarga cerrada que debía cortar su
existencia. Se había puesto en pie, dando un paso hacia el sacerdote, cuando
éste, con tales aspavientos, tomaba la palabra; pero el Yo soy José Fago fue como un
disparo que lanzó al infeliz reo contra el montón de madera rota, dejándole
arrumbado en él, abierto de manos y piernas, la cabeza rebotando en la pared. Soy
José Fago, repitió el otro encorvándose de nuevo hacia adelante y cruzando las
manos, y no está bien que quien ha ofendido a usted gravemente, ahora reciba su
confesión. Éste es un caso en que el malo no puede, no debe ser confesor del
bueno... Tres años hace que no nos hemos visto, y en esos tres años, don Adrián
de mi alma, han pasado cosas que usted debe saber, para que no me crea peor de
lo que soy; para que usted, hombre recto y puro, juzgue a este pecador, y...
Ahogado por el llanto, y sin que Ulibarri contestase palabra alguna, pues ni
voz ni aun conocimiento parecía tener, Fago tomó aliento y tragó mucha saliva
antes de continuar sus doloridas lamentaciones.
Dios,
que ve nuestras alma, dijo, sabe que en este reo soy yo, y usted el sacerdote
Un
bramido de Ulibarri indicaba, sin duda, su conformidad con declaración tan
grave. Y el otro, cayendo de rodillas, como penitente cuyo corazón se
despedaza, siguió: el señor don Adrián debe saber que este hombre sin ventura
puso término a su existencia borrascosa abrazando, con pleno arrepentimiento de
aquella vida, el estado eclesiástico. Dos padres de Veruela me acogieron
moribundo de cuerpo, dañado del alma, y me curaron, enseñándome los caminos de
Dios, contrarios a los del pecado, por donde yo venía. De Veruela pasé a Jaca,
donde recibí enseñanza eclesiástica; de Jaca lleváronme a Oloron, de Francia,
y, allí canté misa. Diferentes vicisitudes trajéronme luego a Fuenterrabía, y
de allí a Oñate, donde continuaba mis estudios cuando sobrevino esta espantosa
guerra. El Arespacochaga me tomó de capellán, y con él heme incorporado al
Cuartel Real, al que sigo por obediencia y reconocimiento a mis
favorecedores... Dios ha querido someterme a esta prueba durísima, poniendo mi
conciencia, aún turbada, frente a la del hombre en quien reconozco las virtudes
que yo no tuve. Y me traen a auxiliarle en su muerte, a mí que necesito del
auxilio de su perdón para poder dar tranquilidad a mi vida tristísima! Y me
dicen: confiésale, para que podamos matarle..., a mí que en rigor de justicia
debiera recibir de esas nobles manos la muerte, a mí que no acierto a ejercer
ahora mi carácter sacerdotal, pues antes de perdonar en nombre de Dios necesito
que en nombre de Dios se me perdone...!» In Benito Pérez Galdós, Zumalacárregui, 1898,
Biblioteca Pérez Galdós, Episodios nacionais, XXI, Alianza Editorial, 2002, ISBN
978-842-067-285-4.