Cortesia
de wikipedia e jdact
«Ufano
de los triunfos de Salvatierra y Alegría, en tierra alavesa, Zumalacárregui
invadió la Ribera de Navarra, donde el Ebro se bebe tres ríos: Ega, Arga y
Aragón. Bien podría denominarse aquel movimento procesión militar, porque el afortunado guerrero del absolutismo
llevaba consigo el santo,
para que los pueblos lo fueran besando unos tras otros, al paso, con religiosa
y bélica fe, acto que se efectuaba con suma presteza, aquí te tomo, aquí te
dejo, conforme a la táctica de un ejército formado, instruido y aleccionado
diariamente en la movilización prodigiosa, en las marchas inverosímiles, cual
si lo compusieran no ya soldados monteses y fieros, sino leopardos con alas.
Que éstos llevaban en volandas a la tortuga, no hay para qué decirlo. Mostraban
el ídolo a los pueblos, y el entusiasmo en que éstos ardían era un excelente
botín de moral política que robustecía la moral militar. Y mientras realizaba
este acto de hábil santonismo, Zumalacárregui no cesaba de combatir, en la boca
el ruego, en la mano el mazo. Maestro sin igual en el gobierno de tropas y en
el arte de construir, con hombres, formidables mecanismos de guerra, daba cada
día a su gente faena militar para conservarla vigorosa y flexible. De continuo
la fogueaba, ya seguro de la victoria, ya previendo la retirada ante un enemigo
superior. Qué le importaba esto, si su campaña a más del objeto inmediato de
obtener ventajas aquí y allí, tenía otro más grande y artístico, si así puede
decirse, el de educar a sus fieros soldados y hacerles duros, tenaces,
absolutamente confiados en su poder y en la soberana inteligencia del jefe?
Atacaba las guarniciones de villas y lugares, tomando lo que podía, dejando lo
que le exigía excesivo empleo de energía y tiempo; procuraba ganar las pocas
voluntades que no eran suyas, poniendo en ejecución medios militares o
políticos, así los más crueles como los más habilidosos, y lo que se obstinaba
en no ser suyo, quiero decir, del Rey, vidas o haciendas, lo destruía con fría
severidad, poniendo en su conciencia los deberes militares sobre todo
sentimiento de humanidad. Movido de la idea, guiado por su prodigiosa
inteligencia y conocimientos del arte guerrero, iba trazando, con garra de
león, sobre aquel suelo ardiente, un carácter histórico... Zumalacárregui,
página bella y triste! España la hace suya, así por su hermosura como por su
tristeza.
Ribera
de Navarra, Noviembre de 1834
Gustoso
de referir las cosas pequeñas antes que las grandes, anticipo este incidente
que la Historia apenas cree digno de una breve mención: habiendo llegado a
manos de Zumalacárregui un parte oficial en que el alcalde de Miranda de Arga
avisaba al comandante de Tafalla la reciente entrada de los facciosos, con
expresión de su fuerza y otras particularidades, mandó que le cogieran (al
alcalde) y por primera providencia le pasaran por las armas. Tales justicias,
que dentro del convencionalismo de la religión militar así se nombran,
disponíanse con sencillez suma, y con fría puntualidad y presteza se
ejecutaban, como diligencia usual en los órdenes vulgares de la vida. Cortar
bárbaramente la del que se conceptúa traidor, y que por la parte contraria
resulta dechado de lealtad, quizás de heroica entereza, era en aquellos
ejércitos acto tan sencillo como los ordinarios de carnicería ambulante: la
matanza de ovejas, carneros o bueyes para alimentarse. Metieron, pues, al
desgraciado Ulibarri en la sacristía de una ermita que está como a mitad del
camino entre Miranda y Falces, y le dijeron: estese ahí un rato, D. Adrián. Le
traeremos un cura del Cuartel Real, porque los nuestros van ya camino de
Peralta. Dijéronle esto con naturalidad y hasta con cortesía campechana, añadiendo:
aquí dejamos un jarro de vino por si tiene sed, y un atado de cigarrillos.
Cerraron, y allí se quedó el pobre, rodeado de frías tinieblas, abrazado a sí
mismo. Su grande espíritu se envolvía en la resignación, y agasajándose dentro
de ella, anticipaba el tránsito doloroso. Lo que había de ser, que fuera
pronto. Si él pudiera morirse por la fuerza concentrada de la voluntad, de
buena gana lo haría, evitando a los enemigos el trabajo penoso de acribillar a
balazos su corpachón robusto. Era muy grande, y duro de matar. Aunque no quería
pensar en nada referente al cuerpo, pensaba sin poder remediarlo. El espíritu
se echaba fuera de aquel envoltijo de la resignación, y al instante encontraba
razones contra la sentencia que pronto le había de lanzar de este mundo. Malo,
muy malo es este mundo; pero de tanto vivir en él nos connaturalizamos con sus
miserias y con todo el fárrago de desdichas que nos abruman. Si él fuera un
hombre enfermo, muy bien le vendría el sistema de curación definitiva que se le
estaba preparando; pero, por vida de las casualidades!, era robusto, de salud a
prueba de bomba, macizo y vigoroso, fabricado para burlar a la muerte hasta los
noventa, y a la sazón andaba en los sesenta y dos. En fin, pues Dios así lo
había dispuesto (y Ulibarri creía firmemente que lo que le pasaba era por
disposición divina), se abrazaba otra vez estrechamente a su resignación,
buscando en lo íntimo de aquel abrigo la idea de un morir noble y cristiano. La
sublimidad no es fácil comúnmente; pero hombres del temple de Ulibarri saben
realizar estos supremos imposibles.
Olvidado
del tiempo, la víctima no se hacía cargo de que la habían encerrado a las
cuatro de la madrugada: por momentos interrumpían su abstracción los ruidos
externos, el pasar de carros, el vociferar de soldados y carreteros. Hasta
creyó reconocer voces amigas en aquel tumulto, entre otras, la voz de
Iturralde, con quien había comido un cordero y probado el vino de la penúltima
cosecha tres meses antes, en su finca de Berbinzana. Mandaba el tal la
retaguardia en aquel aciago día, y a todo trance quería salir de Falces al
romper de la aurora. Daba sus órdenes destempladamente, como hombre de genio
muy vivo, que a todos quería comunicar su viveza; valiente, incansable, buena
persona, excelente amigo en la paz, en la guerra indómito y sin entrañas.
Considerando esto, a D. Adrián no le pasó por el pensamiento que el bueno de
Iturralde podía concederle la vida. Conocía cómo las gastaba Zumalacárregui y con
qué inflexible severidad, razón indudable de sus éxitos, hacía cumplir sus
determinaciones. A D. Tomás
no le trataba; pero en Pamplona y en casa de la familia de unos parientes
de su mujer (la de Ulibarri) había conocido a doña Pancracia Ollo, (la esposa
del General), y a las niñas, que eran, por cierto, paliduchas y de pocas carnes».
In
Benito Pérez Galdós, Zumalacárregui, 1898, Biblioteca Pérez Galdós, Episodios
nacionais, XXI, Alianza Editorial, 2002, ISBN 978-842-067-285-4.
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