El Secreto Inquisitorial. La regulación normativa
«(…) Por otro lado, no
existe un corpus iuris único
comprensivo del derecho inquisitorial. Además, el Inquisidor General y la
Suprema, a lo largo de la vida de la institución, optan por la resolución
concreta de las necesidades coyunturales que van surgiendo mediante la elaboración
y circulación de instrucciones y cartas acordadas. Añádase a lo expuesto el hecho
de que, como es sabido, los inquisidores disponen de cierta discrecionalidad a
labora de flexibilizar las prescripciones procedimentales en orden a garantizar
la salvaguarda del fin del proceso, siempre con la advertencia de que en los
casos de cierta trascendencia han de consultar previamente al Consejo. Básicamente,
el derecho inquisitorial está regido por las prescripciones contenidas en el derecho
común, la normativa pontificia, las instrucciones dadas por los Inquisidores
Generales y la Suprema, y las cartas acordadas y demás normas emanadas del
Consejo. En torno a ellas, presenta asimismo un singular efecto la aplicación
de la doctrina contenida en los manuales de los tratadistas y el estilo
de los tribunales inquisitoriales. Para evitar reiteraciones, en el presente
epígrafe pretendemos ofrecer una panorâmica amplia de la evolución que
presentan las preocupaciones y desvelos del Tribunal en torno a esta materia,
por lo que abordamos un análisis sucinto de la reglamentación relativa al
secreto, dejando para los epígrafes correspondientes el examen pormenorizado en
función del contenido material de cada norma concreta. Por esta razón, en las
siguientes líneas optamos, a efectos expositivos, por una ordenación
fundamentalmente cronológica, que será sustituída por una primordialmente
sistemática en el resto del trabajo. Como dato previo, hay que tener en cuenta
que gran parte de las especialidades procedimentales que acoge el quehacer del
Santo Oficio (maldito) encuentran su
fundamento en la equiparación del delito de herejía al de lesa majestad. En una
constitución de 22 de Febrero de 407, recogida en el Código
Teodosiano, consta la asimilación procesal del delito de herejía con el de lesa
majestad. Posteriormente, una decretal de Inocencio III, de 25 de Marzo de 1199, la funda en que es mucho más grave delinquir contra la
majestad eterna que contra la temporal, identificación en la fuente
misma del poder que no presenta dudas para la doctrina. Esta asimilación al
delito de lesa majestad implica la aplicación de la máxima in atrocissimis leviores conjecturae sufficiunt et licet iuidici
iura transgredí, atribuida a Inocencio III, en cuya virtud, en
los delitos atroces leves conjeturas son suficientes para proceder contra los
transgresores, y el juez está autorizado a alterar el procedimiento ordinario.
Junto a ello, es preciso
considerar la aplicación del principio in
dubio profidei o favor fidei, en cuya virtud el derecho
inquisitorial pretende, por encima de otras consideraciones, garantizar la
punición de los delitos contra la fe y la victoria de la ortodoxia, aunque sea
a costa de mermar los derechos de la defensa. Comenzando ya con la regulación
normativa, parece que el concilio lateranense del año 1215 representa un punto de inflexión en la diferenciación de un
proceso penal eclesiástico con rasgos propios, caracterizado por la posibilidad
de inquisitio por el
juez, sin requerir la existencia de acusador, así como por la instrucción secreta
previa al procesamiento. Por su parte, los concilios de Narbona de 1243 y de Beziers de 1246 sientan el principio que reza: ne testium nomina, verbo vel signo
aliquo publicentur, justificado en los riesgos de venganzas que
afrontan los denunciantes de herejías. En el año 1254, la carta apostólica Cum
negotium, de Inocencio IV, ordena preservar la identidad de los
acusadores y testigos que intervengan en las causas de herejía, sin que por ello
decaiga la validez de sus deposiciones, otorgando a los inquisidores
pontificios libre potestad para
interpretar a este respecto las disposiciones eclesiásticas y seculares
promulgadas contra los herejes. Posteriormente, el 28 de Julio de 1262, Urbano IV, en virtud de bula
dirigida a los inquisidores de Aragón, matiza la anterior al señalar que,
excepcionalmente, se podrá mantener en secreto el nombre de las personas
examinadas, de considerar que corren peligro si es conocido. A esta medida
excepcional sobre ocultación del nombre de testigos y acusadores también se
refiere una disposición del Líber
Sextus de Bonifacio VIII, en la que advierte tanto que debe
adoptarse con puram et providam
intentionem, como que, una vez cese el peligro, los nombres
deben hacerse públicos. En la interpretación de la norma de Bonifacio VIII,
Eimeric sostiene que el inquisidor debe considerar los múltiples significados
del concepto de poder, incluyendo en él todos los factores que pudiesen suponer
algún tipo de violencia o coacción sobré los delatores, concluyendo que en todos los casos la publicación del
nombre pone al delator y a sus parientes en peligro de muerte o de actos graves
de malevolencia. De este modo, prima
facie, el principio general imperante en la inquisición
medieval, en cuanto al derecho a la defensa del acusado de herejía, impone al
juez la obligación de trasladarle las actuaciones procesales para posibilitar
un completo conocimiento, tanto de las imputaciones, como de las personas que
las han comunicado al tribunal, ya como acusadores, ya como denunciantes o
testigos.
Con una excepción, que opera cuando el inquisidor, en conciencia y
teniendo en cuenta el poder del acusado, considera que la publicación de las
identidades de los deponentes puede suponer un peligro grave para éstos, en
cuyo caso está autorizado a suprimir sus nombres. Para valorar la inminencia
del peligro y su gravedad, el inquisidor debe atender a la riqueza, influencia
social o malignidad del reo y a la existencia de una amenaza contra la vida,
integridad física o el patrimonio de los afectados o sus familiares. Lo
expuesto pone de relieve la naturaleza extraordinaria del secreto. Una
naturaleza que se trasmutará de excepcional a ordinaria de la mano del Santo
Oficio (maldito) que inicia sus pasos con
los Reyes Católicos. De tal modo que el 18 de Abril de 1482, movido por las quejas elevadas ante la actuación de los
inquisidores, Sixto IV dicta una bula por la que les ordena que publiquen y den a conocer los
nombres, declaraciones y manifestaciones de los acusadores, de los
denunciadores y de los promotores de todo aquel proceso inquisitorial, y
también los de los testigos, que más tarde habían sido recibidos a jurar y
declarar, y se abra todo el proceso a los acusados mismos y a sus procuradores
y defensores, negando validez a las declaraciones que no llenen tales
requisitos. Es conocida la reacción del Femando el Católico ante esta norma, y la respuesta del mismo Sixto IV quien,
mediante breve de 10 de Octubre, en un texto cuyo tenor literal podría dar
lugar a dificultades interpretativas, que en la práctica no acaecieron,
suspende las normas anteriores, y todo
lo en ellas contenido, en cuanto sea contrario al derecho común y ajeno al
mismo». In Eduardo Galván Rodríguez, El Secreto en la Inquisición Española,
Universidade de Las Palmas de Gran Canaria, Biblioteca Universitária 238793,
Campillo Nevado, 2001, ISBN 84-95792-54-0.
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