Barquillos
«(…) A las nueve muy largas, cuando cerca de cinco mil barquillos
reposaban en el tubo, todavía el padre y la hija no habían cruzado palabra.
Montones de brasa y ceniza rodeaban la hoguera, renovada dos o tres veces. La niña
suspiraba de calor, el viejo sacudía frecuentemente la mano derecha, medio
asada ya. Por fin, la muchacha profirió: -Tengo
hambre. Volvió el padre la cabeza, y con expresivo arqueamiento de
cejas indicó un anaquel del vasar. Encaramose la chiquilla trepando sobre la
artesa, y bajó un mediano trozo de pan de mixtura, en el cual hincó el diente com
buen ánimo. Aún rebuscaba en su falda las migajas sobrantes para aprovecharlas,
cuando se oyeron crujidos de catre, carraspeos, los ruidos característicos del
despertar de una persona, y una voz entre quejumbrosa y despótica llamó desde
la alcoba cercana al portal: - Amparo!
Se levantó la niña y acudió al llamamiento, resonando de allí a poco rato su
hablar. -Afiáncese, señora... así... cárguese más... aguarde que le voy a batir
este jergón... (Y aquí se escuchó una gran sinfonía de hojas de maíz, un sirrisssch...
prolongado y armonioso). La voz mandona dijo opacamente algo, y la infantil
contestó: -Ya la voy a poner a la
lumbre, ahora mismito.... Tendrá
por ahí el azúcar? Y respondiendo a una interpelación altamente
ofensiva para su dignidad, gritó la chiquilla: - Y piensa que.... Aunque fuera oro puro! Lo escondería usted misma.... Ahí está, detrás de la funda... lo ve?
Salió con una escudilla desportillada en la mano, llena de morena
melaza, y arrimando al fuego un pucherito donde estaba ya la cascarilla, le
añadió en debidas proporciones azúcar y leche, y volviose al cuarto del portal con
una taza humeante y colmada a reverter. En el fondo del cacharro quedaba como
cosa de otra taza. El barquillero se enderezó llevándose las manos a la región
lumbar, y sobriamente, sin concupiscencia, se desayunó bebiendo las sobras por
el puchero mismo. Enjugó después su frente regada de sudor con la manga de la
camisa, entró a su vez en el cuarto próximo; y al volver a presentarse, vestido
con pantalón y chaqueta de paño pardo, se terció a las espaldas la caja de hoja
de lata y se echó a la calle. Amparo, cubriendo la brasa con ceniza,
juntaba en una cazuela berzas, patatas, una corteza de tocino, un hueso rancio
de cerdo, cumpliendo el deber de condimentar el caldo del humilde menaje. Así
que todo estuvo arreglado, metiose en el cuchitril, donde consagró a su aliño
personal seis minutos y medio,
repartidos como sigue: un minuto
para calzarse los zapatos de becerro, pues todavía estaba descalza; dos para echarse un refajo de bayeta y
un vestido de tartán; un minuto para
pasarse la punta de un paño húmedo por ojos y boca (más allá no alcanzó el aseo);
dos minutos para escardar con un
peine desdentado la revuelta y rizosa crencha, y medio para tocarse al cuello un pañolito de indiana. Hecho lo cual,
se presentó más oronda que una princesa a la persona encamada a quien había
llevado el desayuno. Era esta una mujer de edad madura, agujereada como una
espumadera por las viruelas, chata de frente, de ojos chicos. Viendo a la chiquilla
vestida se escandalizó: a dónde iría
ahora semejante vagabunda? - A misa, señora, que es domingo.... Qué volver con noche ni con noche?
Siempre vine con día, siempre.... Una vez de cada mil! Queda el caldo
preparadito al fuego.... Vaya, abur. Y se lanzó a la calle
con la impetuosidad y brío de un cohete bien disparado». In
Emilia Pardo Barzán, La Tribuna, Alfredo de Carlos, Madrid 1883, The Project
Gutenberg eBook, 2006, ISSO 8859-1.
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