Barquillos
«Comenzaba a amanecer,
pero las primeras y vagas luces del alba a duras penas lograban colarse por las
tortuosas curvas de la calle de los Gastros, cuando el señor Rosendo, el
barquillero que disfrutaba de más parroquia y popularidad en Marineda, se
asomó, abriendo a bostezos, a la puerta de su mezquino cuarto bajo. Vestía el
madrugador un desteñido pantalón grancé, reliquia bélica, y estaba en mangas de
camisa. Miró al poco cielo que blanqueaba por entre los tejados, y se volvió a
su cocinilla, encendiendo un candil y colgándolo del estribadero de la
chimenea. Trajo del portal un brazado de astillas de pino, y sobre la piedra del
fogón las dispuso artísticamente en pirámide, cebada por su base con virutas, a
fin de conseguir una hoguera intensa y flameante. Tomó del vasar un tarterón,
en el cual vació cucuruchos de harina y azúcar, derramó agua, cascó huevos y
espolvoreó canela. Terminadas estas operaciones preliminares, estremeciose de frío,
porque la puerta había quedado de par en par, sin que en cerrarla pensase y
descargó en el tabique dos formidables puñadas.
Al punto salió
rápidamente del dormitorio o cuchitril contiguo una mozuela de hasta trece
años, desgreñada, con el cierto andar de quien acaba de despertarse
bruscamente, sin más atavíos que una enagua de lienzo y un justillo de dril,
que adhería a su busto, anguloso aún, la camisa de estopa. Ni miró la muchacha
al señor Rosendo, ni le dio los buenos días; atontada con el sueño y herida por
el fresco matinal que le mordía la epidermis, fue a dejarse caer en una
silleta, y mientras el barquillero encendía estrepitosamente fósforos y los aplicaba
a las virutas, la chiquilla se puso a frotar con una piel de gamuza el enorme
cañuto de hojalata donde se almacenaban los barquillos.
Instalose el señor
Rosendo en su alto trípode de madera ante la llama chisporroteadora y
crepitante ya, y metiendo en el fuego las magnas tenazas, dio principio a la
operación. Tenía a su derecha el barreño del amohado, en el cual mojaba el
cargador, especie de palillo grueso; y extendiendo una leve capa de líquido sobre
la cara interior de los candentes hierros, apresurábase a envolverla en el
molde con su dedo pulgar, que a fuerza de repetir este acto se había convertido
en una callosidad tostada, sin uña, sin yema y sin forma casi. Los barquillos,
dorados y tibios, caían en el regazo de la muchacha, que los iba introduciendo
unos en otros a guisa de tubos de catalejo, y colocándolos simétricamente en el
fondo del cañuto; labor que se ejecutaba en silencio, sin que se oyese más
rumor que el crujir de la leña, el rítmico chirrido de las tenazas al abrir y
cerrar sus fauces de hierro, el seco choque de los crocantes barquillos al
tropezarse, y el silbo del amohado al evaporar su humedad sobre la ardiente
placa. La luz del candil y los reflejos de la lumbre arrancaban destelos a la
hojalata limpia, al barro vidriado de las cazuelas del vasar, y la temperatura
se suavizaba, se elevaba, hasta el extremo de que el señor Rosendo se quitase
la gorra con visera de hule, descubriendo la calva sudorosa, y la niña echase
atrás con el dorso de la mano sus indómitas guedejas que la sofocaban.
Entre tanto, el sol,
campante ya en los cielos, se empeñaba en cernir alguna claridad al través de
los vidrios verdosos y puercos del ventanillo que tenía obligación de alumbrar
la cocina. Sacudía el sueño la calle de los Castros, y mujeres en trenza y en
cabello, cuando no en refajo y chancletas, pasaban apresuradas, cuál en busca
de agua, cuál a comprar provisiones a los vecinos mercados; oíanse llantos de
chiquillos, ladridos de perros; una gallina cloqueó; el canario de la barbería
de enfrente redobló trinando como un loco. De tiempo en tiempo la niña del
barquillero lanzaba codiciosas ojeadas a la calle. Cuándo sería Dios servido de
disponer que ella abandonase la dura silla, y pudiese asomarse a la puerta, que
no es mucho pedir! Pronto darían las nueve, y de los seis mil barquillos que
admitía la caja sólo estaban hechos cuatro mil y pico. Y la muchacha se desperezó
maquinalmente. Es que desde algunos meses acá bien poco le lucía el trabajo a
su padre. Antes despachaba más.
El que viese aquellos cañutos dorados, ligeros y deleznables como las
ilusiones de la niñez, no podía figurarse el trabajo ímprobo que representaba
su elaboración. Mejor fuera manejar la azada o el pico que abrir y cerrar sin
tregua las tenazas abrasadoras, que además de quemar los dedos, la mano y el
brazo, cansaban dolorosamente los músculos del hombro y del cuello. La mirada,
siempre fija en la llama, se fatigaba; la vista disminuía; el espinazo,
encorvado de continuo, llevaba, a puros esguinces, la cuenta de los barquillos
que salían del molde. Y ningún día de descanso! No pueden los barquillos
hacerse de víspera; si han de gustar a la gente menuda y golosa, conviene que
sean fresquitos. Un nada de humedad los reblandece. Es preciso pasarse la
mañana, y a veces la noche, en fabricarlos, la tarde en vocearlos y venderlos.
En verano, si la estación es buena y se despacha mucho y se saca pingüe jornal,
también hay que estarse las horas caniculares, las horas perezosas, derritiendo
el alma sobre aquel fuego, sudando el quilo, preparando provisión doble de barquillos
para la venta pública y para los cafés. Y no era que el señor Rosendo estuviese
mal con su oficio; nada de eso; artistas habría orgullosos de su destreza, pero
tanto como él, ninguno. Por más que los años le iban venciendo, aún se jactaba
de llenar en menos tiempo que nadie el tubo de hojalata. No ignoraba primor alguno
de los concernientes a su profesión; barquillos anchos y finos como seda para
rellenar de huevos hilados, barquillos recios y estrechos para el agua de limón
y el sorbete, hostias para las confiterías,y no las hacía para las iglesias por
falta de molde que tuviese una cruz, flores, hojuelas y orejas de fraile en Carnaval, buñuelos en todo
tiempo.... Pero nunca lo tenía de lucir estas habilidades accesorias, porque
los barquillos de diario eran absorbentes. Bah!, en consiguiendo vivir y
mantener la familia....» In Emilia Pardo Barzán, La Tribuna, Alfredo
de Carlos, Madrid 1883, The Project Gutenberg eBook, 2006, ISSO 8859-1.
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