En el origen de las Cruzadas (1095-1119). El despertar de Europa
«(…) Durante ese medio
milenio los reinos de la cristiandad occidental resistieron todos los envites,
mantuvieron sus creencias cristianas y lograron imponer su cultura y su religión
a normandos y magiares, que acabaron convirtiéndose al cristianismo a fines del
siglo X y asumiendo sus modos políticos y sociales. Con el islam fue diferente.
Superiores en cultura y en formas de civilización al haber sabido sintetizar y
aprender las aportaciones culturales de los imperios conquistados, los
musulmanes mantuvieron sus postulados religiosos y su identidad. La falta de unidad
del islam, la pérdida de su impulso fundacional y la lenta recuperación, a la
vez que la voluntad de resistencia, de los pequeños reinos cristianos de la Península
Ibérica dieron lugar a un largo período de estabilidad de fronteras con el
mundo cristiano que se concretó en una línea estable y sólida que desde el
valle del Duero atravesaba toda la Península hasta el piedemonte del Pirineo y
de allí a las islas Baleares y Sicilia, y más allá del Mediterráneo al sur de
Anatolia y a Armenia. Y así se mantuvo desde mediados del siglo VIII hasta
mediados del siglo XI. Superada la época de las llamadas segundas invasiones (musulmanas, normandas y magiares), asimilados
en lo social, lo económico, lo cultural y lo religioso los vikingos y los
húngaros, y mantenidos a raya los musulmanes, los reinos cristianos de
Occidente pudieron al fin vislumbrar tiempos menos convulsos. Durante el siglo
XI el Occidente cristiano comenzó a salir del largo y oscuro período que
caracterizó buena parte de la Alta Edad Media y que ha sido denominado en
algunas ocasiones como las Épocas Oscuras.
A ello no fue ajeno el
nuevo modelo socioeconómico que se había venido configurando desde fines del
mundo romano y que se concretó en el feudalismo. En efecto, la descomposición
del poder centralizado y su sustitución por los poderes locales, feudales, en
suma, no generó un gran Estado capaz de recoger la herencia romana, pero esa
multiplicación de los centros de poder fue un factor que contribuyó
decisivamente al triunfo del modelo feudal. Un gran imperio, aparentemente
sólido y estable, puede ser aniquilado de un plumazo por otro más poderoso o
más ágil, como le ocurrió a los persas sasánidas con los musulmanes, pero
acabar con todo un conglomerado de reinos, principados y Estados feudales
parece mucho más difícil. Sin duda, la atomización del poder y de sus centros
de control en Europa occidental en la Alta Edad Media fue uno de los pilares de
su supervivencia. Entre tanto, la Iglesia, que había logrado mantener en
condicio nes aceptables su red de obispados y su poderosa influencia social, se
regeneró merced a la reforma impulsada por el papa Gregorio VII (1073-1085)
y ganó prestigio y espacios de influencia social y política. No en vano había
sido la única institución que, pese a tantos problemas, se había mantenido
firme y unida hasta entonces. Al abrigo de esta nueva situación, la
transformación de Europa occidental comenzó a ser patente. La economía y el
comercio florecieron, se abrieron nuevos mercados, surgieron talleres
artesanales, las ciudades crecieron, la agricultura se desarrolló ganando espacio
a los bosques y a las marismas y multiplicando la producción, y los Estados lograron
establecer nuevas formas políticas en torno a dinastías reales que se
consolidaron. Tras varias centurias de descomposición política y caos social,
entre los siglos XI y XII en Europa se fueron asentando los nuevos reinos:
Inglaterra, Francia, el Imperio romano-germánico, los reinos hispánicos (los
Estados de la Corona de Aragón, Navarra, Castilla y León y Portugal).
Semejante crecimiento económico y un desarrollo social concretado en la
aparición de una incipiente burguesía impulsaron a toda la sociedad a un
despegue generalizado: las ciudades duplicaron e incluso triplicaron su
extensión, siendo necesario construir nuevos barrios para acoger a la creciente
población, la construcción disfrutó de un auge inusitado y los ya grandes
templos románicos de la primera mitad del siglo XII fueron sustituidos por las
todavía más grandes catedrales del nuevo estilo gótico, que encarnó el triunfo
de la cristiandad en el siglo XIII. Nunca hasta esa época la cristiandad de
Occidente había disfrutado de una bonanza similar. La misma Iglesia participó de esta situación y contempló
cómo se multiplicaron las órdenes monásticas y se fundaron monasterios,
conventos y parroquias por todas partes. Los siglos XII y XIII fueron los de la
gran expansión de Europa. Desde el siglo II, el de mayor apogeo del Imperio
romano, Occidente no había vuelto a vivir una situación tan bonancible, y por
ello los dirigentes políticos y religiosos se creyeron en condiciones de ir más
allá de lo que habían heredado. En la Península Ibérica, los reinos cristianos del
norte se lanzaron a la conquista del territorio musulmán del sur; en el centro
de Europa, los alemanes avanzaron hacia el este en un proceso a la vez
colonizador y cristianizador, y ante estos primeros grandes triunfos se despertó
tal euforia que se vio factible la realización de un viejo sueño: la conquista
de la perdida Tierra Santa y la recuperación de los Santos Lugares, aquellos en
los que Cristo había nacido, predicado la buena nueva y muerto». In
José Luis Corral, Breve Historia de la Ordem del Temple, Edhasa, Ensayo
Editora, 2006, ISBN 978-84-350-2684-0.
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