jdact
«(…)
Pues chico, no sabes lo que te pescas, porque decía el beneficiao que en la
iglesia hay que ser humilde, como si dijéramos, rebajarse con la gente, vamos
achantarse, y aguantar una bofetá si a mano viene; y si no, ahí está el Papa,
que es…, no sé cómo dijo…, así…, una cosa como…, el criao de toos los criaos. Eso
será de boquirris, replicó Bismarck. Mia tú el Papa, que manda más que el rey!
Y que le vi yo pintao, en un santo mu grande, sentao en su coche, que era como
una butaca, y lo llevaban en vez de mulas un tiro de carcas (curas según
Bismarck), y lo cual que le iban espantando las moscas con un paraguas, que
parecía cosa del teatro…, hombre…, si sabré yo! Se acaloró el debate. Celedonio
defendía las costumbres de la Iglesia primitiva; Bismarck estaba por todos los
esplendores del culto. Celedonio amenazó al campanero interino con pedirle la
dimisión. El de la tralla aludió embozadamente a ciertas bofetadas probables pa
en bajando. Pero una campana que sonó en un tejado de la catedral les llamó
al orden. El Laudes!, gritó Celedonio, toca, que avisan. Y Bismarck
empuñó el cordel y azotó el metal con la porra del formidable badajo. Tembló el
aire y el delantero cerró los ojos, mientras Celedonio hacía alarde de su
imperturbable serenidad oyendo, como si estuviera a dos leguas, las campanadas
graves, poderosas, que el viento arrebataba de la torre para llevar sus
vibraciones por encima de Vetusta a la sierra vecina y a los extensos campos,
que brillaban a lo lejos, verdes todos, con cien matices.
Empezaba
el Otoño. Los prados renacían, la yerba había crecido fresca y vigorosa con las
últimas lluvias de Septiembre. Los castañedos, robledales y pomares que en
hondonadas y laderas se extendían sembrados por el ancho valle, se destacaban
sobre prados y maizales con tonos obscuros; la paja del trigo, escaso,
amarilleaba entre tanta verdura. Las casas de labranza y algunas quintas de
recreo, blancas todas, esparcidas por sierra y valle reflejaban la luz como
espejos. Aquel verde esplendoroso con tornasoles dorados y de plata, se apagaba
en la sierra, como si cubriera su falda y su cumbre la sombra de una nube
invisible, y un tinte rojizo aparecía entre las calvicies de la vegetación,
menos vigorosa y variada que en el valle. La sierra estaba al Noroeste y por el
Sur que dejaba libre a la vista se alejaba el horizonte, señalado por siluetas
de montañas desvanecidas en la niebla que deslumbraba como polvareda luminosa.
Al Norte se adivinaba el mar detrás del arco perfecto del horizonte, bajo un
cielo despejado, que surcaban como naves, ligeiras nubecillas de un dorado
pálido. Un jirón de la más leve parecía la luna, apagada, flotando entre ellas
en el azul blanquecino.
Cerca
de la ciudad, en los ruedos, el cultivo más intenso, de mejor abono, de mucha
variedad y esmerado, producía en la tierra tonos de colores, sin nombre,
exacto, dibujándose sobre el fondo pardo obscuro de la tierra constantemente
removida y bien regada. Alguien subía por el caracol. Los dos pilletes se
miraron estupefactos. Quién era el osado? Será Chiripa?, preguntó Celedonio
entre airado y temeroso. No; es un carca, no oyes el manteo? Bismarck
tenía razón; el roce de la tela con la piedra producía un rumor silbante, como
el de una voz apagada que impusiera silencio. El manteo apareció por
escotillón; era el de don Fermín de Pas, Magistral de aquella santa iglesia
catedral y provisor del Obispo. El delantero sintió escalofríos. Pensó: Vendrá
a pegarnos?. No había motivo, pero eso no importaba. Él vivía acostumbrado
a recibir bofetadas y puntapiés sin saber por qué. A todo poderoso, y para él
don Fermín era un personaje de los más empingorotados, se le figuraba Bismarck
usando y abusando de la autoridad de repartir cachetes. No discutía la legitimidad
de esta prerrogativa, no hacía más que huir de los grandes de la tierra, entre
los que figuraban los sacristanes y los polizontes. Se avenía a esta ley, cuyos
efectos procuraba evitar. Si él hubiera sido señor, alcalde, canónigo,
fontanero, guarda del Jardín Botánico, empleado en casillas, sereno, algo
grande, en suma, hubiera hecho lo mismo ¡dar cada puntapié! No era más que
Bismarck, un delantero, y sabía su oficio, huir de los mainates de
Vetusta. Pero allí no había modo de escapar. O tirarse por una ventana, o
esperar el nublado. El caracol estaba interceptado por el canónigo. Bismarck no
tuvo más recurso que hacerse un ovillo, esconderse detrás de la Wamba,
encaramado en una viga, y aguardar así los acontecimientos. Celedonio no
extrañaba aquella visita. Recordaba haber visto muchas tardes al señor
Magistral subir a la torre antes o después de coro. Qué iba a hacer allí aquel
señor tan respetable? Esto preguntaban los ojos del delantero a los del
acólito. También lo sabía Celedonio, pero callaba y sonreía complaciéndose en
el pavor de su amigo». In Leopoldo Alas (Clarín), A
Corregedora,1884-1885, tradução de Joana Varela, Contexto, 1988, La Regenta,
prólogo de Benito Pérez Galdós, Madrid, 1901, epub.
Cortesia
de Contexto/JDACT