En el origen de las Cruzadas (1095-1119). La idea de Cruzada
«(…) La mayoría de las
religiones aspira a ser católica, es decir, universal, verdadera y santa, y por
tanto única y excluyente. Durante los primeros siglos de nuestra era, el
cristianismo monopolizó la interpretación de la Revelación divina en los países
ribereños de la cuenca mediterránea, con la excepción de algunos núcleos de
irreductibles judíos dispersos por ella. Pero en los primeros decenios del
siglo VII, un individuo llamado Muhammad (Mahoma) convulsionó desde el corazón de Arabia la creencia
en Dios y provocó una profunda ruptura religiosa que todavía permanece. El
islam, la nueva religión, o mejor, la nueva forma de religión predicada por
Mahoma entre los años 610 y 632 se extendió a una
velocidad increíble desde Arabia por Asia occidental y central y por todo el
norte de África; y en el año 711
cruzó el estrecho de Gibraltar para imponerse en la Península Ibérica y en el
sur de Francia. En la Península Ibérica, tras varios siglos recluidos en las
montañas del norte, los reinos y Estados cristianos se lanzaron a la conquista
del territorio musulmán del sur; la idea de recuperar todos los territorios
perdidos a manos del islam se convirtió para la cristiandad en una obsesión. Ya
en el siglo IX el papa Juan VIII había indicado que aquel cristiano que muriera
en defensa de la fe iría directamente al cielo. La idea no era nueva; durante
los tres primeros siglos quienes morían por su fe cristiana eran considerados
mártires por la Iglesia, y en consecuencia elevados a la santidad. Pero los
mártires eran defensores pasivos
de la fe cristiana; morían por su ideal, por no renegar de sus principios.
Con el triunfo del
cristianismo, establecido en el año 380
como la religión oficial del Imperio romano, la perspectiva cambió sustancialmente.
Desde luego, los mártires siguieron siendo considerados como la principal
fuerza de la Iglesia, y su sangre como el abono más fecundo para su
propagación, pero los mártires lo eran en zonas ahora ajenas al Imperio, en
reinos y Estados a los c[ue había que llevar el cristianismo, tierras de
paganos como los bárbaros germanos de las fronteras del norte, o de adoradores
del fuego, como los persas. Ahora bien, la irrupción del islam lo cambió todo.
Hacia el año 750 la mitad del mundo
conocido se había convertido a una religión nueva, el islam. El hasta entonces cristianismo triunfante y en
crecimiento sólo había tenido que hacer frente a los movimentos heréticos
surgidos en su seno y a la conversión de los territorios paganos que habían
quedado al margen del Imperio romano. Pero con el islam la situación era bien
distinta. La pugna dialéctica y teocrática ya no era contra las atávicas
creencias de los adoradores de la naturaleza, ni contra las supersticiones de
los paganos incivilizados y bárbaros. Los musulmanes traían un concepto mucho
más elevado de Dios y a la vez más sencillo de comprender que el del
cristianismo. Además, se decían herederos de una larga tradición de profetas y
depositarios de la última revelación divina al hombre, y proclamaban la
universalidad de sus creencias y la permisividad de culto para los que llamaban
dimmi, las gentes del Libro,
es decir, cristianos y judíos.
No era precisamente así
como la Iglesia contemplaba al islam, sino como una religión falsa y perversa
que no era sólo una desviación más de la ortodoxia, una herejía como tantas
otras, sino una creación maligna que amenazaba con destruir la verdadeira fe. Así,
los cristianos ya tenían un objetivo por el que morir, y no era otro que la
defensa de su fe frente al islam. Ante el avance musulmán y frente a la
propuesta de la yihad, la
incorrectamente denominada guerra santa musulmana, la Iglesia promovió la
cruzada, la guerra justa y santa para imponer la ortodoxia cristiana. San
Agustín, el gran teórico del cristianismo de principios del siglo V, y sin duda
el más influyente intelectual en el pensamiento cristiano hasta el siglo XII,
ya había apuntado el concepto de guerra santa, que alcanzó cierto predicamento en
la época carolíngia, hacia el año 800
Carlomagno realizó vanas expediciones militares contra los paganos sajones, a
los que sometió y obligó a bautizar, y que culminó en el siglo XI con numerosos
llamamientos a utilizar la fuerza militar contra los enemigos de la Iglesia, a
los que se demonizaba. El islam
había ido un paso más allá al proclamar la yihad,
la defensa de la fe islámica, incluso por las armas si fuera preciso. No en
vano, en algunos poemas y cantares de gesta de la época Cristo aparece como un
jefe militar dirigiendo a sus soldados, que son precisamente los apóstoles. Así,
la Iglesia del siglo XI acabó por decretar que la guerra por causa de la fe no
sólo era justa y santa, sino necesaria para imponer el triunfo del cristianismo
y erradicar tanto al islam como a los herejes que se desviaban de la
doctrina y del dogma fijados en los concilios. Y así pasó de rechazar el
uso de las armas y condenar la violencia a potenciar ambas acciones. Una de las razones del éxito de la expansión
del islam había sido precisamente la yihad,
es decir, la llamada a defender esta religión por todos los medios. Los
musulmanes conquistaron Tierra Santa entre los años 636 y 640, y tomaron
posesión de Jerusalén, la ciudad sagrada para las tres grandes religiones
monoteístas (cristianos, musulmanes y
judíos). La cristiandad consideró esa pérdida como una terrible desgracia. Durante
varios siglos, la Iglesia bastante tuvo con mantenerse a la defensiva, pero a fines
del siglo XI se sintió con la fuerza necesaria como para convocar a la
conquista de Jerusalén. Ese nuevo espíritu dio origen a las Cruzadas, con el
objetivo de recuperar los Santos Lugares y mantenerlos bajo dominio cristiano. El
movimiento cruzado duró dos siglos, el XII y el XIII, justo los de mayor desarrollo y apogeo de la sociedad
medieval.
En el origen de las Cruzadas (1095-1119). Los antecedentes
A mediados del siglo XI islam y cristiandad mantenían sus
posiciones más o menos estables. En la Península Ibérica apenas se producían
pequeñas escaramuzas fronterizas y, a pesar de que en 1031 había desaparecido el otrora poderosísimo califato de Córdoba,
los reinos cristianos no tenían aún la fuerza necesaria como para intentar
siquiera derrotar a los débiles reinos de taifas que se repartieron el antiguo
territorio califal. En el Mediterráneo y en Oriente las cosas tampoco habían
variado casi nada desde hacía siglos. Los musulmanes habían logrado conquistar
en los primeros años de la ex pansión la mitad suroriental del Imperio
bizantino, es decir, Siria, Palestina, Egipto, Libia y el Magreb,
pero, fracasados sus varios intentos para ocupar la capital, Constantinopla, las fronteras
habían permanecido muy firmes desde mediados del siglo VII». In
José Luis Corral, Breve Historia de la Ordem del Temple, Edhasa, Ensayo
Editora, 2006, ISBN 978-84-350-2684-0.
Cortesia de Ensayo/JDACT