«Quizá era su mujer quien se la hacía, en conjunto, hay personas que nos hacen reír aunque no se lo propongan, lo logran sobre todo porque nos dan contento con su presencia y así nos basta para soltar la risa con muy poco, sólo con verlas y estar en su compañía y oírlas, aunque no estén diciendo nada del otro mundo o incluso empalmen tonterías y guasas deliberadamente, que sin embargo nos caen todas en gracia. El uno para el otro parecían ser de esas personas; y aunque se los veía casados, nunca sorprendí en ellos un gesto edulcorado ni impostado, ni tan siquiera estudiado, como los de algunas parejas que llevan años conviviendo y tienen a gala exhibir lo enamoradas que siguen, como un mérito que las revaloriza o un adorno que las embellece. Era más bien como si quisieran caerse simpáticos y agradarse antes de un posible cortejo; o como si se tuvieran tanto aprecio y querencia desde antes de su matrimonio, o aun de su emparejamiento, que en cualquier circunstancia se habrían elegido espontaneamente, no por deber conyugal, ni por comodidad, ni por hábito, ni por lealtad siquiera, como compañero o acompañante, amigo, interlocutor o cómplice, en la seguridad de que, fuera lo que fuese lo que aconteciera o se diese, o lo que hubiera que contar o escuchar, sempre sería menos interesante o divertido con un tercero. Sin ella en el caso de él, sin él en el caso de ella. Había camaradería, y sobre todo convencimiento.
Miguel Desvern o Deverne tenía
unas facciones muy gratas y una expresión varonilmente afectuosa, lo cual lo
hacía atractivo de lejos y me llevaba a suponerlo irresistible en el trato. Es
probable que me fijara antes en él que en Luisa, o que fuera él quien me
obligara a fijarme también en ella, ya que, si a la mujer la vi sin su marido a
menudo, éste se marchaba antes de la cafetería y ella se quedaba unos minutos más
casi siempre, a veces sola, fumando, a veces con una o dos compañeras de
trabajo o madres del colegio o amigas, que alguna que otra mañana se les agregaban
a última hora, cuando él ya estaba a punto de despedirse, al marido no llegué a
verlo nunca sin su mujer al lado. Para mí su imagen sola no existe, es con ella
(fue una de las razones por las que al principio no lo reconocí en el periódico,
porque allí no estaba Luisa). Pero en seguida pasaron a interesarme los dos, si
ese es el verbo.
Desvern
tenía el pelo corto, tupido y muy oscuro, con canas solamente en las sienes,
que se le adivinaban más crespas que el resto (si se hubiera dejado crecer las patillas,
quién sabe si no le habrían aparecido unos caracolillos incongruentes). Su mirada
era viva, sosegada y alegre, con un destello de ingenuidad o puerilidad cuando escuchaba,
la de un individuo al que la vida en general divierte, o que no está dispuesto
a pasar por ella sin disfrutar de los mil aspectos graciosos que encierra, incluso
en medio de las dificultades y las desgracias. Bien es verdad que él habría sufrido
muy pocas para lo que es el destino más común de los hombres, lo cual lo ayudaría
a conservar aquellos ojos confiados y sonrientes. Eran grises y parecían registrarlo
todo como si todo fuera novedoso, hasta lo que se les repetía a diário insignificante,
aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara y sus camareros, mi
figura muda. Tenía hoyuelo en la barbilla. Me hacía acordarme de algún diálogo
de película en el que una actriz le preguntaba a Robert Mitchum o a Cary Grant
o a Kirk Douglas, no recuerdo, cómo se las ingeniaba para afeitarse allí, a la
vez que se lo tocaba con el dedo índice. A mí me daban ganas de levantarme de
mi mesa todas las mañanas, acercarme hasta la de Deverne y preguntarle lo
mismo, y tocarle a mi vez el suyo con el pulgar o el índice, levemente. Siempre
iba muy bien afeitado, el hoyuelo incluído». In Javier Marías, Los
Enamoramientos, Lectulandia, epub 1,0, Os Enamoramentos, Alfaguara
Portugal, 2015, ISBN 978-989-877-547-4.
Cortesia de Lectulandia/Alfaguara Portugal/JDACT
JDACT, Javier Marías, Literatura, Espanha,