quarta-feira, 2 de junho de 2021

O Castelo. Luis Zueco. «Se tropezó con unas ramas y cayó de bruces contra una zona embarrada. Intentó levantarse, resbaló y volvió a golpearse contra el fango»


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Pamplona. 22 de Novembro do ano de 1027

«(…) Por supuesto, eso nadie lo duda, dijo Ramiro, mirando de nuevo a Lope. Quizá sí podáis servirme. No aquí, sino fuera de estos muros. Lo siento, mi señor, no os entiendo. Cómo podría yo serviros lejos de la corte? Este reino es extenso, en Pamplona en muchas ocasiones no nos percatamos de lo que en realidad sucede en las zonas más alejadas y peligrosas. Dos damas ataviadas con sayas de vivos colores y mangas voladas saludaron a ambos nobles. Escuchad con atención, Lope de Ferrech, si me ayudáis sabré recompensaros. Como bien habéis dicho antes, vos sois el último de los hijos del rey en la sucesión, sería más práctico para mí servir a vuestros hermanos. Aprendéis rápido, sonrió, eso que habéis dicho ahora no es correcto. Para una mente estrecha de miras, podría parecer que estáis en lo cierto. Sin embargo, si profundizáis en la situación os daréis cuenta de que mis hermanastros tienen más aduladores a su lado de los que pueden contar. Nunca podrán conceder a todos ellos lo que les han prometido. En cambio, yo, y abrió los brazos invitándole a que mirara a su alrededor, estoy solo.

Tendré que pensarlo, susurró Lope de Ferrech con el rostro contrariado. Hacedlo rápido, no queda excesivo tiempo. Para qué? Qué va a ocurrir? Lope, dijo Ramiro, cogiéndole del hombro, volvamos a la fiesta.

Sierra de Leyre. Noviembre del año 1027

Al alba, Eneca despertó en un abrigo en lo profundo de la montaña. Temblaba de frío, tenía las manos hinchadas y la garganta seca. Parecía no comprender las imágenes que se formaban en sus retinas y, por mucho que intentará abrir y limpiarse los ojos, estas no se tornaban más concisas. Se arrastró por el suelo húmedo hasta lograr incorporarse con torpeza sobre sus cansadas piernas. Salió a un claro del bosque con las manos por delante, como uno de esos ciegos que a veces llegaban a la aldea pidiendo limosna. Ella sí podía ver, pero no era capaz de interpretar lo que le rodeaba. Tenía la boca seca y los orificios de la nariz taponados con mucosidades, como si también tuviera atrofiados los sentidos del gusto y el olfato. Se tropezó con unas ramas y cayó de bruces contra una zona embarrada. Intentó levantarse, resbaló y volvió a golpearse contra el fango.

Allí quedó. Inmóvil, exhausta, sin voz ni conciencia. Como si deambulara por un sueño, entre la bruma de la montaña y el inmenso silencio atrapado entre la muralla de árboles que conformaban aquel tupido paisaje. En la cima de su desasosiego, creyó oír algo. Supo que era una percepción real, como un grito que tiraba de ella y la devolvía a la vida. Sí, ahora lo escuchaba mejor, era un ruido cortante, que vibraba entre los árboles. Un aullido de animal, que rebotaba entre el follaje de encinas y carrascas. No, era un sonido más conocido, un ladrido. Y entonces sintió un aliento sobre su rostro.

A su lado, Artal le lamía la cara enredando su cabello negro. Su mastín siempre la había acompañado desde que su madre se lo regaló al cumplir once años y, ahora que apenas había pasado uno, ya se había convertido en un animal hermoso y fuerte, capaz de asustar a las caballerizas, y rápido cuando salía de caza con los escuderos de su padre. No sabía cómo, pero Artal había escapado de la aldea y seguido su rastro por el bosque hasta dar con ella.  Al reconocerle, empezó a entender también lo que le rodeaba, a interpretar los sonidos y las formas, y un haz de luz le devolvió al mundo de los sentidos. Artal era tan listo como muchos hombres, de pelaje espeso y completamente blanco, como un copo de nieve recién caído. No conocía el frío, aunque en los veranos calurosos sufría con el viento cálido de poniente. Le gustaba la lluvia y correr entre los charcos que se formaban alrededor de la torre. Eneca había perdido la noción del tiempo desde que se separó de su madre y llegó al puente sobre el río. Desde entonces, había caminado siempre hacia la salida del sol. No recordaba cuándo había desfallecido, pero al menos ya no estaba sola». In Luis Zueco, El Castillo, 2015, Titivillus, In Luis Zueco, O Castelo, 2015, Alma dos Livros, 2020, ISBN 978-989-899-914-0.

Cortesia de AdosLivros/JDACT

JDACT, O Castelo, História, Século XI, Idade Média,