Pamplona. 22 de Novembro do ano de 1027
«Por supuesto, eso nadie lo duda, dijo Ramiro, mirando de
nuevo a Lope. Quizá sí podáis servirme.
No aquí, sino fuera de estos muros. Lo siento, mi señor, no os entiendo. Cómo
podría yo serviros lejos de la corte? Este reino es extenso, en Pamplona en
muchas ocasiones no nos percatamos de lo que en realidad sucede en las zonas
más alejadas y peligrosas. Dos damas ataviadas con sayas de vivos colores y
mangas voladas saludaron a ambos nobles. Escuchad con atención, Lope de Ferrech,
si me ayudáis sabré recompensaros. Como bien habéis dicho antes, vos sois el
último de los hijos del rey en la sucesión, sería más práctico para mí servir a
vuestros hermanos.
Aprendéis rápido, sonrió,
eso que habéis dicho ahora no es correcto. Para una mente estrecha de miras,
podría parecer que estáis en lo cierto. Sin embargo, si profundizáis en la
situación os dareis cuenta de que mis hermanastros tienen más aduladores a su
lado de los que pueden contar. Nunca podrán conceder a todos ellos lo que les
han prometido. En cambio, yo, y abrió los brazos invitándole a que mirara a su
alrededor, estoy solo. Tendré que
pensarlo, susurró Lope de Ferrech con el rostro contrariado. Hacedlo rápido, no
queda excesivo tiempo. Para qué? Qué va a ocurrir? Lope, dijo Ramiro,
cogiéndole del hombro, volvamos a la fiesta.
El
Rey Sancho III
Sierra
de Leyre. Novembro de 1027
Al alba, Eneca
despertó en un abrigo en lo profundo de la montaña. Temblaba de frío, tenía las
manos hinchadas y la garganta seca. Parecía no comprender las imágenes que se
formaban en sus retinas y, por mucho que intentará abrir y limpiarse los ojos,
estas no se tornaban más concisas. Se arrastró por el suelo húmedo hasta lograr
incorporarse con torpeza sobre sus cansadas piernas. Salió a un claro del
bosque con las manos por delante, como uno de esos ciegos que a veces llegaban
a la aldea pidiendo limosna. Ella sí podía ver, pero no era capaz de
interpretar lo que le rodeaba.
Tenía la boca seca
y los orificios de la nariz taponados com mucosidades, como si también tuviera
atrofiados los sentidos del gusto y el olfato. Se tropezó con unas ramas y cayó
de bruces contra una zona embarrada. Intentó levantarse, resbaló y volvió a
golpearse contra el fango. Allí quedó. Inmóvil, exhausta, sin voz ni
conciencia. Como si deambulara por un sueño, entre la bruma de la montaña y el
inmenso silencio atrapado entre la muralla de árboles que conformaban aquel
tupido paisaje.
En la cima de su
desasosiego, creyó oír algo. Supo que era una percepción real, como un grito
que tiraba de ella y la devolvía a la vida. Sí, ahora lo escuchaba mejor, era
un ruido cortante, que vibraba entre los árboles. Un aullido de animal, que
rebotaba entre el follaje de encinas y carrascas. No, era un sonido más
conocido, un ladrido. Y entonces sintió un aliento sobre su rostro.
A su lado, Artal
le lamía la cara enredando su cabello negro. Su mastín siempre la había
acompañado desde que su madre se lo regaló al cumplir once años y, ahora que
apenas había pasado uno, ya se había convertido en un animal hermoso y fuerte,
capaz de asustar a las caballerizas, y rápido cuando salía de caza con los
escuderos de su padre. No sabía cómo, pero Artal había escapado de la
aldea y seguido su rastro por el bosque hasta dar con ella.
Al reconocerle,
empezó a entender también lo que le rodeaba, a interpretar los sonidos y las
formas, y un haz de luz le devolvió al mundo de los sentidos». In
Luis Zueco, El Castillo, O Castelo, 2015, Titivillus, Alma dos Livros, 2020,
ISBN 978-989-899-914-0.
Cortesia de AdosLivros/JDACT
JDACT, Luis Zueco, Idade Média, Século XI, Espanha, Literatura, História,