jdact
«(…)
El continente altivo del monaguillo se había convertido en humilde actitud. Su
rostro se había revestido de repente de la expresión oficial. Celedonio tenía
doce o trece años y ya sabía ajustar los músculos de su cara de chato a las
exigencias de la liturgia. Sus ojos eran grandes, de un castaño sucio, y cuando
el pillastre se creía en funciones eclesiásticas los movía con afectación, de
abajo arriba, de arriba abajo, imitando a muchos sacerdotes y beatas que
conocía y trataba. Pero, sin pensarlo, daba una intención lúbrica y cínica a su
mirada, como una meretriz de calleja, que anuncia su triste comercio con los
ojos, sin que la policía pueda reivindicar los derechos de la moral pública. La
boca muy abierta y desdentada seguía a su manera los aspavientos de los ojos; y
Celedonio en su expresión de humildad beatífica pasaba del feo tolerable al feo
asqueroso.
Así
como en las mujeres de su edad se anuncian por asomos de contornos turgentes
las elegantes líneas del sexo, en el acólito sin órdenes se podía adivinar
futura y próxima perversión de instintos naturales provocada ya por
aberraciones de una educación torcida. Cuando quería imitar, bajo la sotana
manchada de cera, los acompasados y ondulantes movimientos de don Anacleto,
familiar del Obispo, creyendo manifestar así su vocación, Celedonio se movía y
gesticulaba como hembra desfachatada, sirena de cuartel. Esto ya lo había
notado el Palomo, empleado laico de la Catedral, perrero, según mal
nombre de su oficio. Pero no se había atrevido a comunicar sus aprensiones a
ningún superior, obedeciendo a un criterio, merced al cual había desempeñado
treinta años seguidos con dignidad y prestigio sus funciones complejas de aseo
y vigilancia.
En
presencia del Magistral, Celedonio había cruzado los brazos e inclinado la
cabeza, después de apearse de la ventana. Aquel don Fermín que allá abajo en la
calle de la Rúa parecía un escarabajo qué grande se mostraba ahora a los ojos
humillados del monaguillo y a los aterrados ojos de su compañero! Celedonio
apenas le llegaba a la cintura al canónigo. Veía enfrente de sí la sotana tersa
de pliegues escultóricos, rectos, simétricos, una sotana de medio tiempo, de
rico castor delgado, y sobre ella flotaba el manteo de seda, abundante, de
muchos pliegues y vuelos. Bismarck, detrás de la Wamba, no veía del canónigo
más que los bajos y los admiraba. Aquello era señorío! Ni una mancha! Los pies
parecían los de una dama; calzaban media morada, como si fueran de Obispo; y el
zapato era de esmerada labor y piel muy fina y lucía hebilla de plata, sencilla
pero elegante, que decía muy bien sobre el color de la media.
Si
los pilletes hubieran osado mirar cara a cara a don Fermín, le hubieran visto,
al asomar en el campanario, serio, cejijunto; al notar la presencia de los
campaneros levemente turbado, y en seguida sonriente, con una suavidad
resbaladiza en la mirada y una bondad estereotipada en los labios. Tenía razón
el delantero. De Pas no se pintaba. Más bien parecía estucado. En efecto, su
tez blanca tenía los reflejos del estuco. En los pómulos, un tanto avanzados,
bastante para dar energia y expresión característica al rostro, sin afearlo,
había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las
medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era
el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza
que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el
hierro de la sangre. Esta especie de congestión también la causa el orgasmo de
pensamientos del mismo estilo. En los ojos del Magistral, verdes, con pintas
que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en
ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor
punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de
plumas.
Aquella
mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco; pero cuando
algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola con el telón
carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la
carne informe. La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era
sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaba como árbol bajo el peso de
excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo
expresión, aunque escrito en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que
el Magistral sentía y pensaba. Los labios largos y delgados, finos, pálidos,
parecían obligados a vivir comprimidos por la barba que tendía a subir,
amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones con la punta de la nariz
claudicante. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencias de vejez,
sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío
y calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios guardaban como un
tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia. La barba puntiaguda y
levantisca semejaba el candado de aquel tesoro. La cabeza pequeña y bien
formada, de espeso cabello negro muy recortado, descansaba sobre un robusto cuello,
blanco, de recios músculos, un cuello de atleta, proporcionado al tronco y
extremidades del fornido canónigo, que hubiera sido en su aldea el mejor
jugador de bolos, el mozo de más partido; y a lucir entallada levita, el más
apuesto azotacalles de Vetusta.
Como
si se tratara de un personaje, el Magistral saludó a Celedonio doblando
graciosamente el cuerpo y extendiendo hacia él la mano derecha, blanca, fina,
de muy afilados dedos, no menos cuidada que si fuera la de aristocrática
señora. Celedonio contestó con una genuflexión como las de ayudar a misa. Bismarck,
oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la
sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar
como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos,
pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con
un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral
lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su
personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una
ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por
detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era
un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de
Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría
en las narices». In Leopoldo Alas (Clarín), A Corregedora,1884-1885, tradução de Joana
Varela, Contexto, 1988, La Regenta, prólogo de Benito Pérez Galdós, Madrid,
1901, epub.
Cortesia
de Contexto/JDACT