domingo, 13 de abril de 2014

El Secreto en la Inquisición Española. Eduardo G. Rodriguez. «Junto a ello, es preciso considerar la aplicación del principio in dubio profidei o favor fidei, en cuya virtud el derecho inquisitorial pretende, por encima de otras consideraciones, garantizar la punición de los delitos contra la fe…»

Cortesia de joaochichorro (atávicos), jdact

El Secreto Inquisitorial.  La regulación normativa
«(…) Por otro lado, no existe un corpus iuris único comprensivo del derecho inquisitorial. Además, el Inquisidor General y la Suprema, a lo largo de la vida de la institución, optan por la resolución concreta de las necesidades coyunturales que van surgiendo mediante la elaboración y circulación de instrucciones y cartas acordadas. Añádase a lo expuesto el hecho de que, como es sabido, los inquisidores disponen de cierta discrecionalidad a labora de flexibilizar las prescripciones procedimentales en orden a garantizar la salvaguarda del fin del proceso, siempre con la advertencia de que en los casos de cierta trascendencia han de consultar previamente al Consejo. Básicamente, el derecho inquisitorial está regido por las prescripciones contenidas en el derecho común, la normativa pontificia, las instrucciones dadas por los Inquisidores Generales y la Suprema, y las cartas acordadas y demás normas emanadas del Consejo. En torno a ellas, presenta asimismo un singular efecto la aplicación de la doctrina contenida en los manuales de los tratadistas y el estilo de los tribunales inquisitoriales. Para evitar reiteraciones, en el presente epígrafe pretendemos ofrecer una panorâmica amplia de la evolución que presentan las preocupaciones y desvelos del Tribunal en torno a esta materia, por lo que abordamos un análisis sucinto de la reglamentación relativa al secreto, dejando para los epígrafes correspondientes el examen pormenorizado en función del contenido material de cada norma concreta. Por esta razón, en las siguientes líneas optamos, a efectos expositivos, por una ordenación fundamentalmente cronológica, que será sustituída por una primordialmente sistemática en el resto del trabajo. Como dato previo, hay que tener en cuenta que gran parte de las especialidades procedimentales que acoge el quehacer del Santo Oficio (maldito) encuentran su fundamento en la equiparación del delito de herejía al de lesa majestad. En una constitución de 22 de Febrero de 407, recogida en el Código Teodosiano, consta la asimilación procesal del delito de herejía con el de lesa majestad. Posteriormente, una decretal de Inocencio III, de 25 de Marzo de 1199, la funda en que es mucho más grave delinquir contra la majestad eterna que contra la temporal, identificación en la fuente misma del poder que no presenta dudas para la doctrina. Esta asimilación al delito de lesa majestad implica la aplicación de la máxima in atrocissimis leviores conjecturae sufficiunt et licet iuidici iura transgredí, atribuida a Inocencio III, en cuya virtud, en los delitos atroces leves conjeturas son suficientes para proceder contra los transgresores, y el juez está autorizado a alterar el procedimiento ordinario.
Junto a ello, es preciso considerar la aplicación del principio in dubio profidei o favor fidei, en cuya virtud el derecho inquisitorial pretende, por encima de otras consideraciones, garantizar la punición de los delitos contra la fe y la victoria de la ortodoxia, aunque sea a costa de mermar los derechos de la defensa. Comenzando ya con la regulación normativa, parece que el concilio lateranense del año 1215 representa un punto de inflexión en la diferenciación de un proceso penal eclesiástico con rasgos propios, caracterizado por la posibilidad de inquisitio por el juez, sin requerir la existencia de acusador, así como por la instrucción secreta previa al procesamiento. Por su parte, los concilios de Narbona de 1243 y de Beziers de 1246 sientan el principio que reza: ne testium nomina, verbo vel signo aliquo publicentur, justificado en los riesgos de venganzas que afrontan los denunciantes de herejías. En el año 1254, la carta apostólica Cum negotium, de Inocencio IV, ordena preservar la identidad de los acusadores y testigos que intervengan en las causas de herejía, sin que por ello decaiga la validez de sus deposiciones, otorgando a los inquisidores pontificios libre potestad para interpretar a este respecto las disposiciones eclesiásticas y seculares promulgadas contra los herejes. Posteriormente, el 28 de Julio de 1262, Urbano IV, en virtud de bula dirigida a los inquisidores de Aragón, matiza la anterior al señalar que, excepcionalmente, se podrá mantener en secreto el nombre de las personas examinadas, de considerar que corren peligro si es conocido. A esta medida excepcional sobre ocultación del nombre de testigos y acusadores también se refiere una disposición del Líber Sextus de Bonifacio VIII, en la que advierte tanto que debe adoptarse con puram et providam intentionem, como que, una vez cese el peligro, los nombres deben hacerse públicos. En la interpretación de la norma de Bonifacio VIII, Eimeric sostiene que el inquisidor debe considerar los múltiples significados del concepto de poder, incluyendo en él todos los factores que pudiesen suponer algún tipo de violencia o coacción sobré los delatores, concluyendo que en todos los casos la publicación del nombre pone al delator y a sus parientes en peligro de muerte o de actos graves de malevolencia. De este modo, prima facie, el principio general imperante en la inquisición medieval, en cuanto al derecho a la defensa del acusado de herejía, impone al juez la obligación de trasladarle las actuaciones procesales para posibilitar un completo conocimiento, tanto de las imputaciones, como de las personas que las han comunicado al tribunal, ya como acusadores, ya como denunciantes o testigos.
Con una excepción, que opera cuando el inquisidor, en conciencia y teniendo en cuenta el poder del acusado, considera que la publicación de las identidades de los deponentes puede suponer un peligro grave para éstos, en cuyo caso está autorizado a suprimir sus nombres. Para valorar la inminencia del peligro y su gravedad, el inquisidor debe atender a la riqueza, influencia social o malignidad del reo y a la existencia de una amenaza contra la vida, integridad física o el patrimonio de los afectados o sus familiares. Lo expuesto pone de relieve la naturaleza extraordinaria del secreto. Una naturaleza que se trasmutará de excepcional a ordinaria de la mano del Santo Oficio (maldito) que inicia sus pasos con los Reyes Católicos. De tal modo que el 18 de Abril de 1482, movido por las quejas elevadas ante la actuación de los inquisidores, Sixto IV dicta una bula por la que les ordena que publiquen y den a conocer los nombres, declaraciones y manifestaciones de los acusadores, de los denunciadores y de los promotores de todo aquel proceso inquisitorial, y también los de los testigos, que más tarde habían sido recibidos a jurar y declarar, y se abra todo el proceso a los acusados mismos y a sus procuradores y defensores, negando validez a las declaraciones que no llenen tales requisitos. Es conocida la reacción del Femando el Católico ante esta norma, y la respuesta del mismo Sixto IV quien, mediante breve de 10 de Octubre, en un texto cuyo tenor literal podría dar lugar a dificultades interpretativas, que en la práctica no acaecieron, suspende las normas anteriores, y todo lo en ellas contenido, en cuanto sea contrario al derecho común y ajeno al mismo». In Eduardo Galván Rodríguez, El Secreto en la Inquisición Española, Universidade de Las Palmas de Gran Canaria, Biblioteca Universitária 238793, Campillo Nevado, 2001, ISBN 84-95792-54-0.

Cortesia de ULPGCanaria/JDACT