quarta-feira, 20 de janeiro de 2016

Alexandria. Lindsey Davis. «El capitán pareció aliviado de haberla encontrado, y tal vez sorprendido por su hábil pilotaje. Nos fuimos acercando al enorme Faro, y el capitán empezó a buscar un espacio vacío para amarrar…»

Cortesia de wikipedia

Egipto. Primavera, ano de 77 d. C.
«Dicen que el Faro puede verse desde una distancia de treinta millas. De día no, de día no se ve. De todos modos, el rumor sirvió para que los más jóvenes se estuvieran callados mientras intentaban divisarlo desde la barandilla del barco en precario equilibrio. Cuando viajéis con niños, tened siempre algún juego reservado para esos últimos momentos conflictivos que se dan al término de una larga travesía. Los adultos nos quedamos por allí cerca, arrebujados en capas para protegernos de la brisa y listos para tirarnos al agua si las pequeñas Julia y Favonia se caían por la borda. Para aumentar nuestra inquietud, veíamos cómo gran parte de la tripulación intentaba con apremio averiguar dónde nos encontrábamos, mientras la nave se aproximaba a la larga, llana y notoriamente monótona costa de Egipto, con sus numerosos bancos de arena, corrientes, afloramientos rocosos, vientos repentinamente cambiantes y una dificultadora ausencia de mojones. Éramos pasajeros en un gran barco de carga que realizaba su primera y torpe travesía de la temporada, y todo parecía indicar que durante el invierno todo el mundo se había olvidado de cómo hacer este viaje. El adusto capitán realizaba desesperados sondeos una y otra vez, y buscaba en las muestras de agua de mar el cieno que le indicara que se hallaba cerca del Nilo. Puesto que el delta del Nilo era absolutamente enorme, yo albergaba la esperanza de que no fuera tan mal navegante como para pasarlo de largo. Nuestra salida de Rodas no me había llenado precisamente de confianza. Me pareció oír que Poseidón, ese viejo y cáustico dios del mar, se reía a nuestra costa.
Las memorias ampulosas de cierto geógrafo griego habían proporcionado una gran cantidad de información errónea a Helena Justina. Mi escéptica esposa y planificadora del viaje consideraba que, incluso desde aquella distancia, no sólo podía distinguirse el faro, que brillaba como una gran estrella confusa, sino que además podía percibirse el olor de la ciudad que flotaba sobre las aguas. Ella juraba que podía. Fuera cierto o no, como somos unos románticos, nos convencimos de que los exóticos perfumes de aceite de loto, pétalos de rosa, nardo, bálsamo árabe, aceite de mirra e incienso nos daban la bienvenida en el cálido océano… eso sí, junto con los demás olores memorables de Alejandría: túnicas sudorosas y aguas residuales desbordadas; por no hablar de alguna que otra vaca muerta que flotaba Nilo abajo. Como romano que era, mi hermosa nariz detectaba las notas subyacentes más recónditas de aquel perfume. Reconocía mi herencia. Iba totalmente equipado con el viejo prejuicio de que todo lo que tuviera que ver con Egipto implicaba corrupción y engaño.
Y tenía razón, por supuesto. Finalmente, conseguimos sortear los traicioneros bajíos sin ningún percance y nos dirigimos hacia lo que sólo podía ser la legendaria ciudad de Alejandría. El capitán pareció aliviado de haberla encontrado, y tal vez sorprendido por su hábil pilotaje. Nos fuimos acercando al enorme Faro, y el capitán empezó a buscar un espacio vacío para amarrar entre las miles de embarcaciones que se aglutinaban entre los malecones del Puerto del Este. Contábamos con un práctico, pero señalar un trozo de muelle libre era indigno de él. Se marchó en un bote y dejó que nos las arregláramos solos. Nuestro barco estuvo un par de horas maniobrando lentamente de un lado a otro y, al final, conseguimos hacernos un hueco con el método de amarrar de oído, arañando la pintura de otras dos embarcaciones. A Helena y a mí nos gusta pensar que somos unos buenos viajeros, pero somos humanos y, como tales, estábamos cansados y tensos. Habíamos tardado seis días en llegar desde Atenas vía Rodas tras la previa salida de Roma, que se había hecho interminable. Teníamos donde alojarnos; íbamos a quedarnos con mi tío Fulvio y su novio, pero no los conocíamos bien y estábamos preocupados por cómo íbamos a encontrar su casa. Además, Helena y yo éramos dos personas instruidas. Conocíamos nuestra historia. Así pues, cuando nos enfrentamos al desembarco, no pude evitar hacer una broma sobre nuestra situación y la que vivió Pompeyo el Grande: a él lo fueron a buscar a su trirreme para llevarlo a tierra a conocer al rey de Egipto, y en el ínterin fue apuñalado por la espalda por un soldado romano a quien conocía, asesinado delante de su esposa e hijos y luego decapitado. Mi trabajo consiste en sopesar los riesgos y luego correrlos de todos modos. A pesar de lo de Pompeyo, estaba totalmente resuelto a ser el primero en bajar por la plancha cuando Helena me apartó de un empujón. No seas ridículo, Falco. Aquí nadie quiere tu cabeza…, todavía. Bajaré yo primero!, dijo». In Lindsey Davis, Alejandría, la XIX novela de Marco Didio Falco, Lindsey Davis, epublibre, tradução de Montse Batista, Arnaut, 2009, Wikipédia.

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