segunda-feira, 6 de fevereiro de 2017

Zumalacárregui. Benito Pérez Galdós. «Un bramido de Ulibarri indicaba, sin duda, su conformidad con declaración tan grave. Y el otro, cayendo de rodillas, como penitente cuyo corazón se despedaza, siguió…»

Cortesia de wikipedia e jdact

Ribera de Navarra, Noviembre de 1834
«(…) Las vela en las tinieblas de aquel fúnebre encierro, a la luz de su mente, cual si delante las tuviera. Entró al fin en la estancia, por un alto ventanillo guarnecido de telarañas, la luz matinal, y con las primeras claridades entró por la puerta un hombre. Mejor será decir que le introdujeron como a la fuerza, cerrando después. Ulibarri había podido hacerse cargo de la estrechez de la prisión, ocupada en su mitad por trastos viejos de iglesia, restos de bancos, túmulos y retablos en ruinas, todo hecho pedazos y cubierto de polvo y telarañas. En el montón más bajo se había sentado el reo, bebiendo un trago de vino momentos antes de que penetrara el hombre cuya presencia se determinó por una escueta y larga proyección negra y un sonidillo de espuelas. Era indudablemente un clérigo, de alta estatura, que vestía balandrán abierto y había venido a caballo. quizás en mula, pensó Ulibarri; en mula, que es más propio. Frente a frente el uno del otro, el reo intentó decir la primera palabra; pero, no acertando a formularla, aguardó silencioso, seguro de que el sacerdote, a quien correspondía decirla, se despacharía muy a gusto de entrambos. Aumentada gradualmente la claridad, se fue dibujando la figura de don Adrián Ulibarri, alto, casi giganteo, de proporcionada grosura, cabellos blancos, de rostro grave y ceñudo, totalmente afeitado, tipo de rústico noble. Y como transcurrían lúgubres los segundos sin que el clérigo se arrancara con la fórmula religiosa del caso, el reo se impacientó, y la curiosidad y desasosiego le picaban extraordinariamente. Miró al otro; el otro no le miraba, y cruzadas las manos inclinaba al suelo su rostro, más que pálido, amarillo como cera de réquiem.
Entablose un diálogo de suspiros, pues al hondísimo que exhaló el alcalde contestó el clérigo con otro que más bien parecía el mugido de un buey en la antesala del matadero; y así, con este patético lenguaje, departieron un rato, hasta que Ulibarri, no pudiendo aguantar que prolongara su agonía el que aliviársela debiera, fue vencido e su genio impetuoso y lanzó el terno habitual en sus labios, seguido de palabras de calurosa impaciencia. Irguió por fin el clérigo su cuerpo encorvado, y llevándose las manos a la cabeza, soltó con voz opaca, enronquecida por emoción muy viva, estas singulares expresiones: don Adrián, me han traído para auxiliar a usted, y yo no puedo... Para qué me han traído, si no puedo ni debo...? Bien sabe Dios que quisiera morirme en este instante, que debiera morirme en su presencia... Lo diré claro y pronto: soy José Fago.
Oyó este nombre Ulibarri cual si fuera la descarga cerrada que debía cortar su existencia. Se había puesto en pie, dando un paso hacia el sacerdote, cuando éste, con tales aspavientos, tomaba la palabra; pero el Yo soy José Fago fue como un disparo que lanzó al infeliz reo contra el montón de madera rota, dejándole arrumbado en él, abierto de manos y piernas, la cabeza rebotando en la pared. Soy José Fago, repitió el otro encorvándose de nuevo hacia adelante y cruzando las manos, y no está bien que quien ha ofendido a usted gravemente, ahora reciba su confesión. Éste es un caso en que el malo no puede, no debe ser confesor del bueno... Tres años hace que no nos hemos visto, y en esos tres años, don Adrián de mi alma, han pasado cosas que usted debe saber, para que no me crea peor de lo que soy; para que usted, hombre recto y puro, juzgue a este pecador, y... Ahogado por el llanto, y sin que Ulibarri contestase palabra alguna, pues ni voz ni aun conocimiento parecía tener, Fago tomó aliento y tragó mucha saliva antes de continuar sus doloridas lamentaciones.

Dios, que ve nuestras alma, dijo, sabe que en este reo soy yo, y usted el sacerdote
Un bramido de Ulibarri indicaba, sin duda, su conformidad con declaración tan grave. Y el otro, cayendo de rodillas, como penitente cuyo corazón se despedaza, siguió: el señor don Adrián debe saber que este hombre sin ventura puso término a su existencia borrascosa abrazando, con pleno arrepentimiento de aquella vida, el estado eclesiástico. Dos padres de Veruela me acogieron moribundo de cuerpo, dañado del alma, y me curaron, enseñándome los caminos de Dios, contrarios a los del pecado, por donde yo venía. De Veruela pasé a Jaca, donde recibí enseñanza eclesiástica; de Jaca lleváronme a Oloron, de Francia, y, allí canté misa. Diferentes vicisitudes trajéronme luego a Fuenterrabía, y de allí a Oñate, donde continuaba mis estudios cuando sobrevino esta espantosa guerra. El Arespacochaga me tomó de capellán, y con él heme incorporado al Cuartel Real, al que sigo por obediencia y reconocimiento a mis favorecedores... Dios ha querido someterme a esta prueba durísima, poniendo mi conciencia, aún turbada, frente a la del hombre en quien reconozco las virtudes que yo no tuve. Y me traen a auxiliarle en su muerte, a mí que necesito del auxilio de su perdón para poder dar tranquilidad a mi vida tristísima! Y me dicen: confiésale, para que podamos matarle..., a mí que en rigor de justicia debiera recibir de esas nobles manos la muerte, a mí que no acierto a ejercer ahora mi carácter sacerdotal, pues antes de perdonar en nombre de Dios necesito que en nombre de Dios se me perdone...!» In Benito Pérez Galdós, Zumalacárregui, 1898, Biblioteca Pérez Galdós, Episodios nacionais, XXI, Alianza Editorial, 2002, ISBN 978-842-067-285-4.

Cortesia de BPGáldós/AlianzaEditorial/JDACT