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Caminho
de Suez
«(…)
A su lado, un pasajero dejó debajo del banco las zapatillas que calzaba y se
acomodó en su minúsculo espácio mientras empezaba a hacerse un masaje en los
pies com la mano y a contarse los dedos del pie. Alguien sacó el codo por
aquella ventanilla donde otro pasajero apoyaba la cabeza mientras miraba con
indiferencia a los críos que se paseaban por el andén gritando que tenían las
últimas noticias del diario o que vendían golosinas. Entraron un par de árabes
que transportaban dos cajitas. Uno llevaba cacahuetes, semillas de sandía,
calabaza y garbanzos tostados, y vendió algún cucurucho a cinco céntimos,
seguramente como cena. Sin embargo, Ubach y Vandervorst se decantaron por el
otro, que, sorprendentemente, les ofreció ostras frescas y baratas. Difícilmente
tendrían otra ocasión de disfrutar de una comida tan lujosa y a tan buen
precio. Cuando el cuadro ya estaba lleno de color, por la puerta del vagón
apareció un copto vestido con gorra y un uniforme de color amarillo oscuro y
gritó: tadkare, tadkare!
Todo
el mundo se llevó la mano al pecho porque era el momento de enseñar el billete
al revisor. Todos cumplieron con aquel trâmite con más o menos celeridad a
excepción de un pasajero. El padre Ubach se fijó en un chico canijo. Se había
acurrucado en un rincón del compartimento para intentar pasar desapercibido al
revisor; en definitiva, trataba de evitar al cobrador, lo evitaba. Sin embargo,
el encuentro era ineluctable. Las largas piernas uniformadas del copto se
plantaron delante del chico, que estaba sentado con la espalda contrala pared del
vagón, rodeándose las piernas con los brazos, como si no quisiera verlo, pero
notando la presencia autoritaria del cobrador. Billete!,gritó. El chico no se
movió. Billete!, volvió a grítar el uniformado, acompañando sus palabras con
una patada en el muslo del chico acurrucado.
El
chico sacó la cara de entre las piernas. Era oscura y la tenía muy sucia, y sus
ojos eran negros y redondos, limpios y brillantes, pero estaban llenos de pánico
y miedo. Un mechón de cabellos, también negros, le caía por la frente y dejaba
entrever una cicatriz. No tengo, señor, contestó. Entonces tendrás que bajar,
venga. Lo cogió del brazo con la intención de arrastrarlo hacia la puerta. El
chico, no obstante, no se movía. Levântate o te doy!, le amenazó el cobrador,
empuñando una porra que llevaba ligada a la cintura. No, señor, por favor, no
me pegue, se lo ruego, dijo el niño lloriqueando, a la vez que se protegía com los
brazos de la posible agresión. El revisor no podía perder más tiempo y lo
agarró por el brazo lo levantó de un tirón y lo condujo a empujones hasta la
salida. No te pares! Venga, largo, fuera!, le ordenó.
El
chico, no obstante, se detuvo porque en dirección contraria llegaba un joven
religioso, pequeño y enjuto, que le sonreí atras una barba espesa y unas gafas
de vidrios redondos, que rodeaban unos ojos pequeños y vivos. Su figura reducida
contrastava con la energía que desprendía gracias a su fuerza interna. Vestido
con un hábito oscuro y con la cabeza envuelta con una kufiyya, un gran pañuelo de algodón de color crudo , y
fijado con un egal, una cuerda
muy gruesa hecha con pelos de cabra, a prueba de los vientos más huracanados. Era
el padre Ubach, que se dirigió al copto para pagar el billete del chico hasta
Suez. En aquel momento, un silbido rasgó el aire irrespirable del
compartimento, seguido de una sacudida que anunciaba que el tren empezaba a
correr sobre los raíles». In Martí Gironell, O Arqueólogo, 2011, tradução
de Julia Alquézar, Editora Suma, Madrid, 2011, ISBN 978-848-365-228-2.
Cortesia
ESuma/JDACT