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El vino nuevo no estaba de luto, la viña no se había ajado y ningún cordero
vivo gemía más que de costumbre. El ritmo alegre de los tamboriles no había
cesado, el delicioso son del arpa resonaba todavía en las casas. La ciudad no
había sido vareada, ni esquilmada como la uva cuando finaliza la vendimia.
Jerusalén, puerta de los pueblos, no era la ciudad de la paz, de piedras
engastadas con zafiros, de almenas de rubíes y telas extendidas. En su seno, el
Templo no estaba reconstruido con madera de ciprés, olmo y boj. Todo estaba
tranquilo, sin ruido, sin el estruendoso ruido de la vida, sin ruido procedente
del Templo, sin ruido del Eterno, para pagar a sus enemigos con la misma
moneda, para soplar contra ellos el aliento de su cólera, para desplegar contra
ellos terribles represalias y castigos de furor.
Sin
embargo, hubiera podido haber un signo, un ínfimo, pequeño indicio, que
manifestara que todo no era normal. Llegado el caso, alguien habría podido
hacerlo saber. Pues los médicos se habían equivocado. Era tan viejo, y sin
embargo tan robusto, tan vigoroso en los sermones que pronunciaba por todo el
mundo, para la gente a la que recibía indefinidamente, para los consejos que prodigaba
por teléfono o en su casa, en privado o en público, por escrito o de palabra,
cara a cara o por medio de sus discípulos. Era el último de su linaje y no tenía
hijos; y daba la impresión de que se agarraba a la vida para que durase. Era
tan viejo que no habían hecho caso. Preveían desde hacía mucho tiempo aquel
momento, con aprensión o con miedo; lo habían predicho y habían doblegado la
realidad a sus declaraciones, a su ciencia profética. Pero quién habría podido
saberlo, cuando él mismo anunciaba su próximo fin y su futura resurrección?
Sin
embargo, no había muerto de un desfallecimiento acontecido un día antes; había
muerto de un choque violento, de un brutal golpe en la cabeza, que le había
sumido en el sopor. Pero aquello, nadie lo sabía, nadie salvo yo, que no poseo
la omnisciencia. Pues el rabí no había fallecido de muerte natural. Su hora
había llegado por la mano del Hombre que le había enviado a Dios. Pues, en verdad,
el rabí no había fallecido de muerte natural: le habían matado. Yo le asesiné.
Pues
he aquí que llega un día, inflamado como brasas, y todos los orgullosos, y
todos los que cometen maldades serán como paja; y llega aquel día y los
inflama, ha dicho el Eterno de los Ejércitos, y no les deja ni raíz ni rama. Nací en el año
1967 de la era cristiana, pero mi memoria tiene cinco mil años. Recuerdo los
siglos pasados como si los hubiera vivido pues mi tradición los ha evocado con
las palabras, los escritos y las exégesis pronunciados en el transcurso del
tiempo, acumulados y añadidos uno tras otro o perdidos para siempre; pero lo
que de ellos queda ahora está en mí, forma un trazo cuyo contorno lineal se
dibuja con la gesta de las familias y las generaciones, y se prolonga así, de
pariente en pariente, hacia la descendencia. No estoy hablando de la Historia,
ese desfile de figuras inmovilizadas en cera y los sepulcrales de los museos
que, en una eternidad muerta, hacen girar las páginas impávidas y gélidas de
los libros de historia. Hablo de la memoria que se derrama en los recuerdos
vivos y los pensamientos insumisos ante el orden cronológico, pues el orden del
tiempo no conoce método ni acontecimiento, tenaces prejuicios de la ciencia,
sino que es el del sentido, es decir de la existencia. La memoria encuentra su
elemento en el presente, por minuciosa introspección y descomposición, descubre
la ausencia y la irrealidad de su ser, pues el presente no existe, siendo sólo
el enunciado directo de la cosa que pasa y, al pasar, ha pasado ya y es, por
lo tanto, pasado.
En
la lengua que yo hablo no hay tiempo presente para el verbo ser; para decir soy,
debe emplearse un futuro o un pasado y, para iniciar mi historia en vuestra
lengua, quisiera poder traducir un pretérito absoluto, no un pretérito
compuesto que, en su traición, haga presente el pasado mezclando ambos tiempos.
Y prefiero el pretérito indefinido que, simplemente, ha concluido ya en su
unicidad y su hermosa totalidad, al igual que en sus cerradas sonoridades. Es
el verdadero pasado del tiempo pasado. El presente que se analiza, como el
presente que se enuncia en el pasado, se dirige hacia éste como si en él
descubriese su condición, pues el pasado es, en efecto, la condición de todo.
En la Biblia que leo, no hay presente, y el futuro y el pasado son casi
idénticos. En cierto sentido, el pasado se expresa a través del futuro. Se dice
que, para formar un tiempo pasado, se añade una letra, la vav, al tiempo futuro. Se la llama la vav
conversiva. Pero esta letra significa también y. Así pues, para leer
un verbo conjugado, se puede elegir entre, por ejemplo, hizo o hará.
He optado siempre por la segunda solución. Creo que la Biblia se expresa sólo
en futuro y que nunca hace más que anunciar acontecimientos que no tuvieron
lugar, pero que ocurrirán en los próximos tiempos. Pues no hay presente, y el
pasado es el futuro». In Eliette Abécassis, Qumrân, O Enigma dos
Manuscritos do Mar Morto, 1996, tradução de Lúcia Mucznik, colecção Enigmas da
História, 2006, Sicidea, ISBN 978-846-114-996-4; Eliette Abécassis, Qumran,
1996, tradução de Manuel Serrat Crespo, BSA, Barcelona, 1997, Círculo de
Lectores, 2002, Depósito legal B. 272-51-2002, ISBN 842-266-765-7.
Cortesia
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