quarta-feira, 4 de maio de 2016

Alexandria. Lindsey Davis. «El volumen de los sonidos de la calle parecía absurdo. Unas campanas innecesarias repicaban sin propósito. Incluso los asnos eran más ruidosos que en Roma»

Cortesia de wikipedia

Egipto. Primavera, ano de 77 d. C.
«(…) Las ciudades extranjeras siempre parecen muy escandalosas. Puede que Roma sea igual, pero al ser nuestro hogar nunca notamos el jaleo. Me desperté gimiendo en una cama extraña: doblado bajo un cobertor poco corriente confeccionado con una lana que no reconocí, y salido de una pesadilla en la que mi cuerpo parecía seguir meciéndose en el barco que nos había traído, me encontré con una luz y un ruido inquietantes. Al moverme, un insecto sumamente raro levantó el vuelo de debajo de mi oreja izquierda. En el exterior, en las calles, se alzaron unas voces nerviosas que atravesaron los endebles postigos con pestillo que no pude cerrar la noche anterior cuando llegamos, pues estaba demasiado exhausto para resolver los enigmas incomprensibles de aquellos herrajes de puertas y ventanas desconocidos para mí. Había bromeado un poco diciendo que una esfinge alada griega nos había sometido a una prueba a vida o muerte, y mi ingeniosa compañera había señalado que en aquellos momentos nos encontrábamos en el territorio de la esfinge egipcia con cuerpo de león. No se me había ocurrido pensar que hubiera alguna diferencia. Por Júpiter atronador! Los habitantes de aquel nuevo lugar conversaban a voz en cuello, enzarzados en ásperas y largas discusiones sin sentido, aunque, cuando miré fuera con la esperanza de ver una pelea con cuchillos, lo único que estaban haciendo todos era encogerse de hombros con indiferencia y alejarse tranquilamente con las hogazas de pan bajo el brazo. El volumen de los sonidos de la calle parecía absurdo. Unas campanas innecesarias repicaban sin propósito. Incluso los asnos eran más ruidosos que en Roma.
Volví a echarme en la cama. El tío Fulvio había dicho que podíamos dormir cuanto quisiéramos. Pues bueno, eso no evitó el traqueteo de las criadas, que no paraban de subir y bajar por las escaleras de piedra. Una de ellas llegó incluso a irrumpir en la habitación para ver si ya nos habíamos levantado. En lugar de retirarse con discreción, se quedó allí de pie con su túnica informe y sus sandalias, sonriendo con burla. No digas nada!, masculló Helena contra mi hombro, aunque me pareció que apretaba los dientes. Cuando la criada o esclava se marchó, estuve un rato despotricando sobre las muchas humillaciones repugnantes que se les imponen a los viajeros inocentes por medio de la enojosa frase: recuerda que somos invitados, querido! No seáis nunca invitados. Puede que la hospitalidad sea la tradición social más noble de Grecia y Roma, y posiblemente también de Egipto, pero se la podéis meter por la axila sudada a cualquier pariente servicial que quiera mataros de aburrimiento con sus historias del ejército, al mismísimo viejo amigo de vuestro padre que espera despertar vuestro interés en su nuevo invento o a quienquiera que sea el peligro público que os haya invitado a compartir su inconveniente casa en el extranjero. Pagad vuestra estancia en una mansio honesta, proteged vuestra integridad y mantened el derecho a gritar: vete al diablo! Estamos en Oriente, dijo Helena para tranquilizarme. Dicen que el ritmo de vida es distinto. Siempre hay una buena excusa para la horrible incompetencia de los extranjeros. No te amargues, Helena se dio la vuelta, se acurrucó entre mis brazos y, una vez más, se puso cómoda y se quedó grogue». In Lindsey Davis, Alejandría, la XIX novela de Marco Didio Falco, Lindsey Davis, epublibre, tradução de Montse Batista, Arnaut, 2009, Wikipédia.

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