quinta-feira, 2 de setembro de 2021

El Caballero de Alcántara (O Cavaleiro de Alcântara). Jesús Sánchez Adalid. «En esa gran ciudad fui empleado en los trabajos propios de los cautivos; que son: obedecer para conservar la cabeza sobre los hombros, escaparse de lo que uno puede…»

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Prólogo

«(…) Era yo aún mozo de poco más de quince años cuando, estando en este quehacer, Dios me hizo la gran merced de que conociera de cerca en presencia y carne mortal, y le sirviera la copa, nada menos que al César Carlos, mientras descansaba nuestro señor en la residencia de mis amos que está en Jarandilla, a la espera de que concluyeran las obras del austero palacio que se había mandado construir en Yuste para retirarse a bien morir haciendo penitencia. Cuando me llegó la edad oportuna, partí hacia Cáceres para ponerme bajo al mando del tercio que armaba don Álvaro de Sande y dar comienzo en él a mi andadura militar. Ahora me parece que proveyó el Señor que yo hallase al mejor general y la más honrosa bandera para servir a las armas, primero en Málaga, en el que llaman el Tercio Viejo, y luego en Milán, siguiendo la andadura de mi señor padre, en aquellos cuarteles de invierno donde se hacía la instrucción. A finales del año de 1558 se supo en Asti que había muerto en Yuste el Emperador nuestro señor y que reinaba ya su augusto hijo don Felipe II como rey de todas las Españas. Era como si se cerrara un mundo viejo y se abriera otro nuevo. De manera que, en la primavera del año siguiente, se firmó en Cateau-Cambrèsis la paz con los franceses. El respiro que supuso esta tregua para los ejércitos de Flandes y Lombardía le valió a la causa cristiana la ocasión de correr a liberar Trípoli de Berbería que había caído en poder de los moros en África auxiliados por el turco. Para esta empresa se ofreció el maestre de campo don Álvaro de Sande, que partió inmediatamente de Milán con los soldados que tenía a su cargo. Se inició el aparato de guerra con muchas prisas y partió la armada española de Génova bajo el mando del duque de Sessa. Nos detuvimos en Nápoles durante un tiempo suficiente para que se nos sumaran las siete galeras del mar de Sancho de Leiva y dos de Stefano di Mare, más dos mil soldados veteranos del Tercio Viejo. El día primero de septiembre llegamos a Messina, donde acudieron las escuadras venecianas del príncipe Doria, y las de Sicilia bajo el estandarte de don Berenguer de Requesens, más las del Papa, las del duque de Florencia y las del marqués de Terranova.

Tal cantidad de navíos y hombres prácticos en las artes de la guerra no bastaron para socorrer a los cristianos que defendían la isla que llaman de los Gelves de tan ingente morisma como atacaba por todas partes desde África, así como de la gran armada turca que desde el mar vino en ayuda de los reyezuelos mahométicos, de manera que sobrevino el desastre.

Corría el año infausto de 1560, bien lo recuerdo pues yo tenía cumplidos diecinueve años. Ah, qué mocedad para tanta tristura! Habiendo llegado a ser tambor mayor del tercio de Milán a tan temprana edad, se me prometía un buen destino en la milicia si no fuera porque consintió Dios que nuestras tropas vinieran a sufrir la peor de las derrotas. Deshecha la flota cristiana y rendido el presidio, contemplé con mis aún tiernos ojos de soldado inexperto y falto de sazón a los más grandes generales de nuestro ejército humillados delante de las potestades infieles; como la inmensidad de muertos, cerca de cinco mil, que cayeron de nuestra gente en tan malograda empresa, y con cuyos cadáveres apilados construyeron los diabólicos turcos una torre que aún hoy dicen verse desde la mar los marineros que se aventuran por aquella costa. Sálveme yo de la muerte, mas no de la esclavitud que reserva la mala fortuna para quienes conservan la vida después de vencidos en tierra extraña. Y quedé en poder de un aguerrido jenízaro llamado Dromux Arráez, que me llevó consigo en su galeaza primero a Susa y luego a Constantinopla, a la cual los infieles nombran como Estambul, que es donde tiene su corte el Gran Turco.

En esa gran ciudad fui empleado en los trabajos propios de los cautivos; que son: obedecer para conservar la cabeza sobre los hombros, escaparse de lo que uno puede, soportar alguna que otra paliza y escurrirse por mil vericuetos para atesorar la propiá honra; que no es poco, pues no hay caballero buen cristiano que tenga a salvo la virtud y la vergüenza entre gentes de tan rijosas aficiones. Aunque he de explicar que, en tamaños albures, me benefició mucho saber de música. Ya que aprecian sobremanera los turcos el oficio de tañer el laúd, cantar y recitar poemas. Les placen tanto estas artes que suelen tratar con miramientos a trovadores y poetas, llegando a tenerlos en alta estima, como a parientes, en sus casas y palacios, colmándoles de atenciones y regalándoles con vestidos, dineros y alhajas cuando las coplas les llegan al alma despertándoles arrobamientos, nostalgias y recuerdos. En estos menesteres me empleé con tanto esmero que no sólo tuve contentos a mis amos, sino que creció mi fama entre los más principales señores de la corte del sultán. De tal manera que, pasados algunos años, llegué a estar muy bien considerado entre la servidumbre del tal Dromux Arráez, gozando de libertad para entrar y salir por sus dominios. De modo que vine a estar al tanto de todo lo que pasaba en la prodigiosa ciudad de Estambul y a tener contacto con otros cristianos que en ella vivían, venecianos los más de ellos, aunque también napolitanos, griegos e incluso españoles, y así logré muchos conocimientos de idas y venidas, negocios y componendas». In Jesús Sánchez Adalid, El Caballero de Alcántara, 2008, Epulibre, O Cavaleiro de Alcântara, 2008, 2021, HarperCollins Ibérica, 2021, ISBN 978-849-139-511-9.

Cortesia de HCIbéica/JDACT

JDACT, Jesús Sánchez Adalid, Literatura, Espanha, Século XVI,